lunes, 12 de octubre de 2009

En la corrupción también hay clases; quienes pagan suelen ser los de abajo

JORGE GÓMEZ NAREDO ( II Parte)


Joaquín El Chapo Guzmán Foto: FOTO ARCHIVO LA JORNADA

Durante su arraigo Sandro supo que las autoridades lo implicaban en la fuga de El Chapo

En la huida de uno de los narcos más peligrosos del país no había víctimas: todos eran culpables

¿Cuánto de verdad tienen las verdades?..., ¿y cuánto de mentira? Para las autoridades federales la fuga de El Chapo fue posible por la corrupción, por el poder del jefe del cártel de Sinaloa y su facilidad para corromper personas. Quizá esa verdad oficial tenga algo de razón, algo de verdad. Pero, ¿de qué corrupción se habla?, ¿de la de los custodios que supuestamente apoyaron a El Chapo?, ¿o de la corrupción que se daba allá, arriba, con los altos funcionarios, con los personajes muy encumbrados en la política mexicana? Hasta en eso de la corrupción hay clases, hay niveles. Y quienes pagan los delitos, cuando se castigan, suelen ser los de abajo.

Una hipótesis de la fuga

Sandro estuvo ahí, ese viernes 19 de enero de 2001 cuando, dicen las autoridades, se fugó El Chapo. Él no vio ningún movimiento anormal ni miró a El Chapo salir por el área que estaba resguardando. A pesar de su sonrisa, de su alegría que le dura siempre en el rostro, Sandro deja traslucir impotencia y coraje cuando se le pregunta ¿viste algo raro entre las ocho y media y las nueve en que supuestamente Joaquín Guzmán Loera salió por el Retén A, el lugar donde tú estabas?: “No hubo ni madres, todo salió normal”. Entonces, si Sandro no vio nada inusual, si no hubo un movimiento extraño ¿cuándo dejó El Chapo Puente Grande?, ¿cuándo se escapó?

Sobre la fuga de El Chapo hay varias versiones. Una de ellas es la oficial. Pero muchos tienen sus interpretaciones: periodistas, académicos, especialistas en seguridad y pueblo en general reflexionaron y discutieron acerca de la fuga: que si fue cierta, que si ya estaba fugado desde antes, que salía y entraba del penal cuando le venía en gana, que lo dejaron fugarse los del PAN, que fueron los custodios, que no fue nadie y él se escapó solito, porque es inteligente y puede con todos los operativos de seguridad del Estado, que sí fue realmente El Chito quien lo apoyó en la huída, etcétera. Existen diversas teorías e hipótesis. Sandro tiene también su hipótesis y su teoría, y es la hipótesis y la teoría de alguien que estuvo ahí.

Como quien cuenta lo que vio, lo que le tocó vivir, Sandro narra que el sábado 20 de enero todo era descontrol y hermetismo en el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) de Puente Grande. Nadie podía pasar. Los únicos que tuvieron acceso fueron los altos mandos de la Secretaría de Seguridad Pública y la prensa. Había órdenes de no dejar entrar a nadie. Fue entonces que llegó un camión moderno, equipado, de esos que impresionan por la tecnología que portan. De él bajaron decenas de encapuchados. Pidieron paso para hacer una “mega-revisión”, pero había la orden de evitar la entrada a cualquier persona. No se fueron y al contrario, insistieron. Entonces llegaron comunicaciones de la Secretaría de Gobernación y de la misma Presidencia de la República. Sandro dice que ordenaron el “paso total, lo que quieran, ellos van a tomar el centro. Denles el control total a esos güeyes, que entren a donde se les dé su chingada gana”. Y entraron.

Los encapuchados ingresaron al Cefereso. Sandro narra, emocionado, como quien lo vivió, como quien lo vio: “nomás permitirles el paso, unos güeyes se van por un lado, otros güeyes se van por otro lado, y un chingadazo ingresa al centro, directamente al centro. Tengo entendido que unos se van hasta los dormitorios, otros a diversas áreas. Pero el grueso de ellos se dirige al Centro de Observación y Clasificación (Coc), casi casi como si conocieran el pinche centro, por aquí, por allá, ¡taz taz taz! Todo bien chingonamente ubicado”.

En el Coc se encuentra un área de medicamento controlado. Según versiones que oyó después Sandro, esa zona no fue revisada por la seguridad interna. Ahí nadie podía entrar porque había órdenes de no pasar al área de medicamento controlado. Estaba prohibido, vedado. Pues fue ahí donde una buena parte de los encapuchados enviados por la Secretaría de Gobernación y por la Presidencia se dirigieron. Sandro menciona que era un “shock psicológico” mirar a esos hombres vestidos con trajes negros, tapados los rostros y armas en las manos: “el mono de adentro puede que sea un pendejo, pero el trajecito tiene un chingo de mamadas y pues llegan e impactan”. La estancia de estos extraños visitantes en el penal de alta seguridad de Puente Grande no duró mucho. Dice Sandro: “Entran al área de medicamento controlado a revisar, se tardan un ratito: 10 ó 15 minutos. Cuando salen de ahí, curiosamente comienzan a salir todos los que ya hicieron una ligera revisión visual en todos los dormitorios, así nomás para taparle el ojo al gato. Y se regresan todos y se suben al camión y a la verga”.

Sandro supo, tiempo después, de la declaración de una persona que, argumentaba, había visto caminar a El Chapo, a las 10 de la noche del 19 de enero, rumbo al Coc, donde estaba el área de medicamento controlado. Pero esa declaración se hizo perdediza, pues indicaba que una hora y media después de que supuestamente se había fugado del penal, El Chapo todavía andaba en el interior del Cefereso, y paseándose libremente. La consigna era “ese güey ya no debe estar adentro a partir de las ocho y media, ese güey ya se fugó. Todas las declaraciones que había de que lo vieron ahí al cabrón porque ahí andaba, se esfumaron”.

¿Quiénes eran esos encapuchados?, ¿de dónde venían?, ¿por qué se les permitió desde la Secretaría de Gobernación y desde la Presidencia de la República el acceso al penal? Sandro no lo sabe. ¿Sacaron ellos a El Chapo el día 20 de enero de 2001 en el transcurso de la mañana, enfrente de la mismísima prensa y de los altos mandos de la Secretaría de Seguridad, “en las narices de todos”? ¿Acaso El Chapo había sido llevado al Coc, al área de medicamento controlado, el viernes 19; y el sábado 20 recogido por decenas de elementos encapuchados y fuertemente armados que lo sacaron y lo subieron a un camión magníficamente equipado? Sandro no puede afirmar nada. Son ideas sueltas. Hipótesis. Teorías. Ahora ya recuerdos que se van diluyendo con los meses, con los años. Pero quizá sea cierto que a El Chapo lo sacaron, que lo fugaron. Sandro, reflexivo, con un rostro que dibuja dudas y quizá también certezas, menciona: “yo en lo personal no sé qué pedo con ellos, con los encapuchados, ni qué se hicieron, ni cómo llegaron, ni de dónde venían y cómo es que los mandó la Presidencia. Todos esos puntos se quedan en el aire y nadie los va a contestar: nunca jamás”. Sí, Sandro tiene razón: “nunca jamás”.

Un Distrito Federal en encierro

Sandro llegó en avión al Distrito Federal. No iba como turista, no visitaría el zócalo capitalino ni la catedral; no se admiraría con los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional ni se tomaría una cerveza en alguna de las cantinas del centro de la ciudad de México; no acudiría a Bellas Artes ni compraría algún producto en la Lagunilla o en Tepito; no se impresionaría con la visita al Zoológico de Chapultepec ni renacería en él el orgullo mexica en un recorrido por el Museo de Antropología e Historia. No, nada de eso. Sandro iba como declarante, como testigo, como quien va a decir lo que vio y lo que vivió. Sólo eso. Y todo se hacía con engaños: “Confías en que no has hecho nada y que vas a salir. Y en este sentido te lo manejan: ‘ustedes no deben nada, se van a ir’, pero a la chingada”.

“¿Por qué al Distrito Federal?”, se pregunta Sandro. Querían separarlos de sus casas, de sus familiares, querían incomunicarlos, castigarlos. Había un plan desde antes: “era una cosa ya preparada el alejarnos de las familias, porque ellas son las que van, en un determinado momento, a moverse para pedir nuestra liberación. Somos trasladados a México, distanciándonos de nuestra gente y haciéndonos más caro el exigir justicia. Buscaban mantenernos asustados, pero tranquilos. Nos apantallaban. Nos mareaban”. Se violaron muchas leyes. Sandro se queja hoy todavía, y se queja más porque sabe de derecho, porque conoce de abogacía: “no nos tuvieron que haber mandado a México si aquí, en Jalisco, hay juzgados federales”.

El arraigo

El hotel Fontán está en Paseo de la Reforma. Sus habitaciones son cómodas, y también bonitas; están alfombradas, y cada una de ellas tiene televisión con señal de paga. Ahí arraigaron a Sandro y a otras 71 personas por orden del juez noveno de distrito. Sandro era el detenido más joven y con más bajo rango. Él lo dice riéndose, como burlándose de la fatalidad, como burlándose de sí mismo: “iba el director, todos los comandantes, un chingadazo de güeyes de seguridad interna, los comandantes de seguridad externa y yo, que nada tenía que ver. Yo era el de más abajo. Era nomás así, personal de seguridad y hasta ahí. No tenía rango ni nada. Todos los demás tenían rango: comandantes, encargados de alguna madre, todos tenían un cierto rango. Yo era el único pendejo que llegó allá”.

Sandro supo durante el arraigo que las autoridades pensaban que él estaba implicado en la fuga de El Chapo Guzmán, que había ayudado, que había participado, que recibía dinero del líder del cártel de Sinaloa, que era corrupto. Los familiares de los retenidos, mientras tanto, se movían de un lado a otro, exigían justicia acá, pedían equidad allá. Pero para un país que quería ver culpables. Así de simple. Sandro no mete las manos al fuego por nadie. Él sabe lo que hizo, y lo que hizo, lo tiene claro: cumplir órdenes. Jamás estuvo inmiscuido en la fuga de El Chapo Guzmán. Realizó su trabajo. Él defiende su inocencia: “yo no cometí ningún delito, yo seguí órdenes de mi comandante y en ese sentido yo no puedo decir que cometí delito alguno. Seguí las órdenes específicas de mi comandante: yo estuve en el punto que se me indicó y por ahí no pasó nada”. Ningún argumento valió: ni los alegatos ni las palabras, ni las iras ni las impotencias, ni las tristezas ni los llantos, ni las súplicas ni los rezos. Nada sirvió.

Sandro, durante el arraigo en el hotel Fontán, podía ir de aquí para allá en su habitación, pero no le era permitido salir al pasillo. Un viernes, recuerda, estaba mirando las noticias en la televisión de su cuarto. De repente, observó en la pantalla un lugar que le era familiar. También vio a gente caminando con las manos en la nuca. Recordaba esos rostros, pero, ¿de dónde? Los había visto en algún lugar. Volteó la cabeza atrás, y se dio cuenta: la puerta de su habitación estaba abierta y vio que los que salían en la pantalla de televisión eran sus compañeros. El lugar conocido era pasillo del hotel Fontán. Y él, pronto, sería uno de esos hombres que caminaban, con las manos en la nuca, sin mirar a las cámaras que los filmaban, sin saber qué pasaría, sin conocer su futuro inmediato, pensando, quizá, que todo era un sueño, una pesadilla; que todo pronto terminaría.

Los detenidos por la fuga de El Chapo Guzmán llegaron al Reclusorio Oriente en un día frío, de esos que abundan en el Distrito Federal. Se instalaron en el área de juzgados. Eso fue un viernes. Sí, un viernes 23 de febrero, un mes después de haberse escapado el líder del cártel de Sinaloa del penal de Puente Grande. Sandro no lograba comprender exactamente qué era lo que estaba sucediendo: “no sabíamos de qué nos iban a acusar, qué delitos nos iban a imputar: había como 12 delitos con los que nos querían chingar”. Había tranquilidad, pero también desasosiego: “estábamos sacados de onda por la incertidumbre, pues no sabíamos qué iba a pasar, qué nos iban a decir, cuándo nos íbamos a ir”.

Sandro habla. Y cuando habla, sonríe. A él no se le acaban las sonrisas, las guarda siempre, las regala siempre. Su alegría le dura todo el día y todos los días. Es difícil verlo con un rostro circunspecto. Pero hay momentos en que no se puede ser feliz, hay momentos en que las sonrisas se esconden, desaparecen, se acaban. Así sucede cuando, al narrar su llegada al Reclusorio Oriente, menciona amargamente: “es ahí donde inicia nuestro encarcelamiento”. Después vuelve a sonreír. Una sonrisa que, parece, disfraza un sollozo, una lágrima o un llanto.

Una sola mirada, diferentes visiones.

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