jueves, 12 de enero de 2012

Rogelio despierta.


Gambas al ajillo, Becky Quan @ Flickr


Tres gotas de humedad, no de lluvia, resbalaron desde una viga de cedro que sostenía las tejas de lámina de zinc. Una cayó en el dedo índice de la mano derecha, otra en el pulgar del pie izquierdo, y la tercera en el mechón que caía sobre la frente. La última gota, después de perder su forma y reagruparse, se resbaló hacia la oreja izquierda, surcó rápidamente los pómulos altos, se deslizó entre las incipientes arrugas que aparecían sobre el  rostro de Rogelio, se acumuló sobre el trago de la oreja, y al alcanzar de nuevo su forma de gota, se precipitó violentamente por el  conducto auditivo, hasta perderse en su profundidad. Rogelio despertó. Arrugó la  cara y sacudió la cabeza violentamente, en la reacción, dirigió su mano derecha sobre su oreja y hundió su dedo índice.  Se irritó aún más al  sentir la sensación de la  piel húmeda del dedo,  y lo apartó rápidamente. Apretó el rostro, agitó la cabeza, y abrió sus párpados de golpe. Sus ojos quedaron desorientados en la noche, todo él se sentía desorientado. El oído fue el primer sentido en regresar plenamente al mundo terrenal, escuchó el catre crujir mientras el se acomodaba sobre sí mismo y estiraba los pies. Suspiró, como resignado a perder la noche por una tontería. En ese entonces, Rogelio trabajaba con Don Gamaliel, pero le había surgido un trabajo temporal en la casona de Don Nicanor, y eso de estar viajando de un lado a otro del pueblo lo tenía muy cansado. Tenía ya, tres noches sin dormir más de cuatro horas. Sólo así podía cumplir la jornada en el rancho de Cochinos y  retacharse a tiempo para continuar las obras de cambio de baldosas en la casona de Miraflores. Rogelio pensó en eso y volvió a suspirar. El segundo sentido en despertar fue el  tacto, y sintió la textura áspera del cobertor que estaba usando por esos días. Lo maldijo, y después se arrepintió cuando se acordó que era un regalo de su hija Margarita, por el día del padre. Suspiró una vez más y moviendo piernas y pies, recuperó el  resto del cobertor que estaba sobre el  suelo de la casita de palo de jahuacte en la  que vivía. Le dio un poco de frío y se preguntó que hora era. El olfato y el gusto, regresaron casi al mismo tiempo y le llevaron los aromas que desprendía el barro que se estaba formando ahí afuera, mezclados con la saliva que uno tiene atravesada en el  gaznate por las mañanas. Azuzó el oído cuando se dio cuenta del olor a tierra  mojada, a humedad. Distinguió el estrepitoso sonido que lo había acompañado todo ese rato. No se lo  creyó. Sonrió conteniéndose. Volvió a escuchar. Era cierto.  Ahí estaba ese ruido ensordecedor, ese que hacen las láminas de las casas como las de Rogelio, donde el señor dios no siempre da el  pan de cada día. Rogelio sonrió y se sintió contento. Empezó a escuchar el sonido de las ranas del arroyo que estaba más allá de la calle, y se imaginó el agua fría que se estaba depositando en ese lugar. Recordó cuando era niño y corría entre los charcos de agua, y nadaba en arroyos de hasta un metro, atrapando sapos y ranas, siempre atento a las serpientes, a caracoles extraños, y a los camarones que podía juntar para comer. Le encantaban las piguas. Una idea le llevó a otra, y pronto se imaginó sentado en el restauran de Teófilo comiendo camarones de mar al mojo de ajo, imaginó su textura y su sabor, y se le hizo agua la boca. Pasó la  lengua de un lado a otro mojándo sus labios y cerró los ojos, para imaginar mejor el platillo. De pronto salió de su visión. Esa agua fría que estaba cayendo, no iba a servir más que para encharcar calles, inundar esquinas, y sobre todo, causarle retrasos en su camino de la Hacienda a la casona, y de la casona a su casa. "¡Pinche aguacero!". Echando madres, se dobló sobre si mismo y se dispuso a dormir cerrando fuertemente los ojos. Aquella noche Rogelio no durmió más de dos horas.

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