domingo, 1 de enero de 2012

Primero de enero en Sta. María de la Victoria

foto por Nir Nussbaum

A eso de las cinco treinta de la mañana cuando la brisa del río recorre las calles del centro refrescando las casas de adobe y de ladrillo rojo, cuando amanece la ciudad totalmente vacía, y llena de basura de los cuetes y las fiestas de la noche que a penas se va retirando, comienzan a salir de las casonas, y de las casas más pequeñas, las viudas.

Vestidas rigurosamente de negro, cubren su cabeza con un manto de encaje del mismo color,  el cabello recogido, mirada cabizbaja,  labios y caras despintadas, pómulos pálidos, algunas ojerosas. Ahí van primero unas cuantas, luego decenas, caminando entre las calles desiertas, asustando a los borrachos que extraviados y desconcertados vagan de una esquina a otra. Caminan rápido,  a paso veloz, antes de que les amanezca y sean incapaces de lavar sus pecados en la fuente de San Agustín. Múltiples figuras oscuras, sombras, se deslizan canosas, joviales, entre los últimos tamarindos de la plaza central, se escabullen en silencio, entre los rumores de unas cuantas que se saludan entre sí y se acomodan impacientes frente a la Iglesia de Santa María.

Cuando faltan diez minutos para las seis de la mañana y las primeras luces del alba empiezan a bañar los techos húmedos y lamosos de la  ciudad, el seminarista empuja los cerrojos de las puertas hacia afuera y sin ayuda, hala de las puertas de siete metros de altura, mientras la muchedumbre fúnebre entra estrepitosamente primero, y después calmadamente al templo. Un murmullo de voces se saludan nuevamente, se dan la mano, mientras que otro ruido de zapatos arrastrado va acomodando a la multitud entre las bancas. Todas se hincan.

El padre, vestido de blanco oficia la misa. Y en lugar de que cada mujer joven y vieja pase a recoger su porción de ostia, cada una pasa a la fuente de San Agustín al fondo de la Iglesia, toma un poco de agua entre sus manos, la besa, y pasa sus manos callosas, lisas, sobre sus pies maltratados, y cuidados.

A las siete en punto, cuando la misa acaba por fin, la muchedumbre toma el ataúd que está en el centro del templo, y lo cargan, en masa, en desorden total, una orgía de cuerpos y mantas negras, vestidos, zapatos zapatillas, un tumulto de cuerpos que se golpean, se magullan, se aplastan. Prestas individualmente, pero torpes como masa, llevan al féretro hasta el muelle, y ahí un frenesí de labios le besan y una masa informe de manos y dedos, le acarician, unas cuantas le lloran, lo despiden y lo arrojan al río.

Amanece y las viudas se dispersan, ya despojadas de su forma de masa, rápidas y ágiles desaparecen, entre las esquinas y las casas, y se meten en las casonas y debajo de los techos y entre las puertas,y vuelven a la cama o a los quehaceres, mientras el sol se levanta.

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