martes, 28 de febrero de 2012

Uno termina siendo




Calacuta comenzó a remover los trastes de peltre, tomó el comal y sacando unas tortillas gruesas de un rincón de su cocina, colocó a ambos en el endeble fogón que tenía para sus quehaceres. Jaló una silla de madera gastada y vencida pintarrajeada de un azul pardo y descolgó la hamaca. 
--Siéntate-- le dijo a Clotilde con una seña de condescendencia. Clotilde se sentó y se meció un poco, se soltó el chongo apretado que traía y dejó sus cabellos largos y lacios caer sobre sus hombros morenamente tropicales. Suspiró profundo.
--¿Y cuándo te vas?
--No sé, aún no he visto con quién irme, o a dónde
--¿Cómo?¿ no querías ir a las chicleras?
Clotilde miró a la vieja de reojo y dejó caer su mano derecha con la que comenzó a hacer dibujos sobre la tierra rojiza y fresca que yacía en sus pies. Se soltó los zapatos y hundió los diez dedos en esa tierra fácilmente removible. Sintió ese fresco y olor de tierra húmeda ascender por sus piernas como conquistándola.
--Pero... ese es trabajo de hombres, nomás eso me dicen
--¡Mjú!, ¡saber!, mira que si la providencia te niega algo debe ser por algo-- Calacuta volteó la tortilla y la abrió para agregarle un poco de aceite y sal. --¿Y tu esposo?
La muchacha sintió que la pregunta le erizaba la piel, sintió de nuevo las palabras de la última noche en que vio el cuerpo esbelto del que era su esposo. Recordó el día en que lo divisó espiándola entre los manglares mientras ella navegaba paciente en su cayuco verde. «Eran otros tiempos» pensó y el agua del río de entonces le pareció igual de turbia que ahora pero más suave al tacto, mucho más líquida, mucho más fresca.
--¡Niña!--El grito de Calacuta la regresó a la realidad de la choza hecha de palitos de coco y guano, una casa simple, sin piso, y ligeramente inclinada por los ventarrones de las noches de mayo, la luz se filtraba en cada recoveco.
--Él ya no está conmigo, no estará...¿sabe?-- Lanzó una mirada firme hacia la vieja, cómo desafiándola a conocer la verdad de su pena. Calacuta no tenía problemas en adivinar las penas ajenas, era hija de un brujo de Jalpa y desde muy niña había aprendido a desentrañar los secretos que se guardan en las miradas cansadas de las gentes. Calacuta conocía el clamor de la sangre y sabía darle interpretación, sabía hablar en palabras lo que el cuerpo encerraba.
La vieja se acercó a la joven y le tocó los cabellos ligeramente. Eso bastaba para que conociera el fondo de la miseria de Clotilde, para que ese misticismo que ella sabía descifrar se le desdoblara y aprendiera a conocerlo y a sondearlo.  Calacuta abrió los ojos como si se hubiese hecho de noche y la soltó delicadamente, regresó para sacar la tortilla y partirla. El otro cuerpo que la observaba permaneció inmóvil como si de alguna forma conociera lo que había hecho Calacuta. Ésta le acercó un triángulo de tortilla a las manos saladas, luego se levantó y tomando una jarrita de peltre sirvió en dos jícaras un pozol oscuro y espeso que tardaba en resbalarse por la boquilla maltrecha de aquel recipiente y caía a goterones sobre las jícaras haciéndolas mecerse sincrónicamente.
Se sentó a un lado de la hamaca y miró a la joven tomándola de nuevo de los cabellos:
--Yo sé lo que es eso
--¿Cómo?, usted...
--Si, yo sé lo que es perder la vida. Yo sé lo que es arrancarse la vida, y quedarse con el corazón palpitándole a una ahí dentro, yo sé lo que es ser fuerte un instante para ser cobarde toda la vida, yo sé lo que es ser hombre un minuto y acabar siendo mujer el resto de la vida, como una carga dos veces mujer, porque así nos educan, para sufrir, y una sufre hasta dos o tres veces. Una ya no sufre el parto, ni la violación del marido, ni las borracheras, uno se sufre a si misma, se desencaja de una y termina siendo el espejo deforme de lo que una vez una fue y ya no será. Una tiene el valor de segar pero no tiene el valor de segarse a si misma, por miedo a acabar condenadas, ¡pero si ya lo estamos! -- Clotilde levantó la cabeza, la voz de Calacuta se fundía con sus pensamientos y se apropiaba de su cuerpo, dominaba su mente y acaba siendo la voz de ella hablando en tercera persona, como una voz de ella que se extendía hacia ella desde el mundo tangible que ella quería maldecir e ignorar, pero esta voz no la ignoraba sino que la llamaba, y ella, aunque confundida y extraña, acudía a su encuentro -- Estamos condenadas, y queremos sufrir nuestras penas. Yo sé lo que es eso, lo que es vivir sintiéndose condenable, detestable. Luego una quiere absorber todo, beberse la noche y el sol y la luna y las estrellas, y el día, y arrancarle al mundo lo malo y cargarlo una...Hasta que un buen día una se acepta corrupta...
--¿Y entonces?-- preguntó curiosa Clotilde como si se le fuese a revelar la cura de su enfermedad, cómo si las arrugas de esa mujer tuvieran, encriptadas, las palabras que ella necesitaba recitar para librarse de la culpa que la consumía, y tal vez así, en alguna extraña forma volviera a ser una con aquél que tanto quiso y que ella se había arrancado.
--Y entonces, una empieza a ser, nomás por ser, como si uno fuera presente, sin pasado, ni futuro, pero sin engaño...

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