miércoles, 23 de septiembre de 2009

Observaciones de un aficionado: De la euforia al aburrimiento. (Crónica de los Leones Negros)


I

Dios no estuvo aquí. Pero muchos piensan que sí, que llegó y miró, y después de mirar, intervino. No hay comprobación, no hay dato científico que lo demuestre ni universidad o centro académico que lo apruebe. Pero para muchos: Dios estuvo aquí, exactamente en el momento en que ese jugador, vestido de pantalón corto negro, camisa de rayas negras, rojas y amarillas, le pegó a esa pelota que fue a dar arriba de las manos del portero y debajo de los arcos de la meta contraria. La gente presente en el estadio se levantó y alzó las manos, y gritó “gol”, y unos movieron los brazos y abrazaron al que estaba al lado; y los más discretos solamente se levantaron y sonrieron. Algunos más se tomaron el escudo del equipo que portan en sus camisetas y lo besaron, lo besaron y lo volvieron a besar. Dios no estuvo aquí, pero muchos negarían esta aseveración: “es falta de fe”, dirían.

El enemigo es el equipo contrario. Pero también el árbitro, que antes se vestía de negro y ahora, siguiendo los cambios políticos habidos en el poder, va con casaca azul y pantaloncillo gris. Lleva un silbato, con el que anuncia sus decisiones autoritarias: aquí falta, acá amonestación, y aquí yo expulso. El árbitro tiene la mala fortuna de ser el enemigo de todos: de los jugadores, de los técnicos, de los directivos y, en especial, de los aficionados. No hay árbitro bueno: todos son tontos, malignos, injustos, cínicos, hipócritas, petulantes y, además, no ven bien ni escuchan ni entienden de razones. Es él, el árbitro, quien se lleva la peor parte en esa furia de los aficionados, de los locales y de los visitantes. Todos los partidos (jamás faltan), en las gradas de los estadios nacen poemas de palabras soeces que van dedicados al árbitro. Seguramente algunos pensarán que Dios también intervino cuando, al marcar una falta al equipo querido, muy cerca del área, el árbitro llegó con su silbato, y de nalgas, se cayó. Las risotadas estallaron de ambos lados: del equipo querido (el bueno) y del equipo odiado (el malo). ¿Quién dice que en este país nadie se pone de acuerdo? Más de cuarenta mil aficionados se convencieron, rápidamente, que el árbitro petulante, se merecía esa caída, tan ridícula, que hasta los otros árbitros esbozaron una sonrisa.


Foto y texto:
Jorge Gómez Naredo

Parte I

Una sola mirada, diferentes visiones.

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