sábado, 1 de marzo de 2014

La batalla por Martha



En ese entonces, teníamos la idea de que las monedas no parecían ser lo suficientemente justas, para poner la cuestión a su merced. Se habían agotado las razones y, siendo niños, no queríamos inmiscuirnos en golpes que se transformarían en regaños y castigos al llegar a casa. Después de todo Julián era mi amigo, no nos íbamos a partir la mandarina en gajos por ella. 

Ya hacía varios meses que los rencores venían creciendo y para nadie era un secreto que nuestra relación se deterioraba. Manuel sugirió el duelo y yo acepté a la primera, Julián dudó un poco, sabía que mi habilidad con las máquinitas podría jugarle en contra, pidió una semana de preparación. El día elegido fue martes, durante el receso. Nos presentamos los dos y nos dimos la mano, como habíamos visto en tantas películas. Manuel se paró en medio de ambos y llamó al público. No era necesario, a nuestro alrededor comulgaban poco más de quince niños y se empujaban unos a otros. Julián y yo entrelazamos nuestras manos y nos dirigimos una mirada letal cuando izamos los pulgares. El dedo de Julián parecía más largo que de costumbre, delgado y largo se erguía desafiante, el mío un poco más grueso, parecía moverse impaciente. ¡Empiecen! Gritó Manuel, seguido de un bullicio de niños que rogaban que los dejaran ver. Julián avanzaba desesperado tratando de controlar mis movimientos, yo observaba su dedo ir y venir, intentaba estudiar como trabajaba. Con movimientos rápidos salía al encuentro de la falange y trataba de dominarlo, tenía bastante fuerza y en un descuido logró dominarme por tres segundos. ¡Punto para Julián! Avisó Manuel y el público festejaba. Nos acomodamos de nuevo y aproveché para limpiar mi sudor, Julián dejó que el suyo corriera, grave error. “¡Fight!”, dijo Manuel imitando a los juegos de las máquinas. Esta vez embestí con furia, no iba a dejar que un dedo flacucho me ganara, por mucho que fuera mi amigo, ¡Se trataba de Martha!. Julián retrocedía asustado y mi dedo se contorneaba como una víbora, atacaba y regresaba. Julián comenzó a sudar más, en dos ocasiones lo dominé por dos segundos pero logró zafarse. Fue entonces cuando vi una gruesa gota de sudor a punto de resbalar hacia su ojo y lo empujé para aprovecharla. Cerró los ojos un momento y su pulgar cayó exhausto. ¡Punto para Javier!, gritó Manuel y no pude evitar sonreír abiertamente. Algunas niñas se habían acercado a ver la faena y les dirigí una mirada. ¡Punto final! Advirtió Manuel, ¡Punto final! Entrelazamos nuestras manos con furia y comenzó la batalla. Manuel seguía con avidez las estocadas de los pulgares, el sudor corría por las mejillas color canela de Julián y sin duda por las mías, el sudor inundaba nuestros ojos, pero el temor a perder hacía que nos las tragáramos. Casi bailábamos, un paso adelante, otro a lado, uno hacia atrás, los pulgares dominaban nuestros cuerpos, las manos casi se lastimaban en su intento por alcanzar al contrario, las uñas se enterraban en nuestros dedos para causar dolor, pero no cedíamos. Un niño provocador comenzó a gritar ¡Pela!, ¡pelea! Y le siguieron los demás. El calor encendía mi cabeza y en uno de los pasos que dimos, estuve a punto de resbalar, en el fondo la vi, Martha comía un helado junto con Juventino, los dos muy solos mientras nosotros intentábamos decidir quien se quedaba con ella. Me incorporé y con fuerza apreté el pulgar de Julián, la cuenta de Manuel lo sentenció. Los ojos sorprendidos de Julián buscaron los míos y se le encendieron de rabia, estaba a punto de estallar y lo abracé, ¡No seas pendejo!, le dije, Martha es de Juventino.

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