lunes, 3 de febrero de 2014

Los 300 crímenes no resueltos de la Carrillo Puerto. Parte 1

Policía de Mérida por  eit1mx @Flickr






Fernando Pech intenta despertar. Sus gruesas e inclinadas pestañas forman una jaula que se encuentra sellada al exterior, casi se puede imaginar el ruido que hacen al chocar unas contra otras durante la separación. El intento no dura mucho, la única ventana de la habitación filtra una luz blanca que anuncia una hora entre las ocho y las diez de la mañana. El hombre ha cometido la imprudencia de mirar directo a la ventana. Mueve su cuerpo pesado, corpulento, setenta kilos rotando sobre un eje que bien podría ser su pie izquierdo, la raída sábana procede a resbalar en unos lados y a enroscarse en otros. Completada la operación, exhala. El aliento anuncia los estragos de la noche anterior: muchas más cervezas de las tolerables, botanas, un cierto sabor a chile, sal, limón, un resquicio de algo que bien podría ser tequila barato, o alcohol mezclado con agua, ciertamente no hay indicios de algún licor dulce. Se relame los labios buscando sabores dulces que recuerden algunos labios de la noche anterior, nada, sus esperanzas se desvanecen al advertir el sabor salado del sudor, y una nueva mezcla de los hedores que desprende su aliento. Se rasca el pecho, mientras piensa que ha sido otra noche en vano. Su prominente abdomen ruge y su cabeza late a intervalos irregulares y bastante molestos, no obstante las repeticiones nunca tardan más de diez segundos en sucederse. Es curioso lo que una persona puede pensar a estar hora de la mañana, o momento, en el que uno se promete despertar y el cuerpo se promete dormir, Pech viaja hasta su primera juerga, en especial, al primer dolor de cabeza después de esa noche de juerga. Pech recuerda que el dolor era tan insoportable que se puso a rezar a la Guadalupe para que lo apartara de él y a cambio, el dejaría la bebida. Como es previsible, ni una ni otro se hicieron caso, tal vez ambos se tomaron por locos, o por embaucadores y para celebrarlo o demostrar que aquello no le afectaba en lo más mínimo, quince días más tarde a penas repuesto del regaño que su madre le había propinado, brindaba por la Guadalupe en El Siete Mares. Este pensamiento lo hizo reír y bostezar.

Intentó por segunda ocasión abrir los ojos y esta vez tuvo éxito. La pared blanca le daba a la habitación una tonalidad azulada mucho más tolerable y sus ojos se adaptaron en cuestión de segundos. Sentía su cuerpo grasoso y fresco a la vez. Era perfecto que aquella mañana no tuviera que ir a trabajar, no es que odiara su trabajo, ser policía siempre le había gustado, sobre todo en esta ciudad. Mérida, se caracterizaba por ser una de las ciudades más seguras del país, una isla en un territorio sumido en la guerra y si para la opinión pública Mérida era algo como un oasis, para los meridenses el Norte de la ciudad venía a ser como un paraíso de las clases medias y altas. A Fernando todo esto le importaba un bledo, sólo sabía de sus conversaciones con un par de colegas de otros estados donde la cosa si había estado fea. Mientras ni toquemos al narco, o el narco no nos toque, prefiero seguir resolviendo chismes del vecindario, pensaba.

Un sonido familiar lo sacó de su letargo, su celular. Se sentó en el borde de la cama y alargó el brazo hasta su mesa de noche para tomar el aparato. El cuerpo frío del viejo Nokia le pareció molesto, había un mensaje nuevo: “Fer el Cuña se reportó enfermo o buscas a alguien más o vas en chinga”. A Fernando sólo le bastó comenzar a leer la palabra enfermo para comenzar a proferir maldiciones, no era para menos, éste era su primer sábado libre en un mes y el Cuñado, aquél cabrón seco e inútil se había vuelto a enfermar, era la décima vez en el año. Para peor, el rencor de Fernando contra el Cuñado crecía porque era recomendado y no se le podía tocar, de hecho, sospechaba que sus continuas faltas por enfermedad eran producto de resacas, como la que padecía él ahora. Se levantó de la cama con algunas precauciones y de mala gana acercó una silla a una mesa de plástico. Tomó la libreta amarilla que se encontraba ahí y comenzó a hojearla, marcó algunos números, hizo algunas llamadas, pero no tuvo éxito, no contestaron, o estaban ya en servicio, nadie podía suplirlo. Golpeó fuertemente la mesa con su puño de forma que el objeto y su contenido se elevaron unos pocos milímetros. El celular resbaló de su mano y cayó en el piso, volvió a sonar: “Fer, ya va Chango por ti urges allá”, habían pasado treinta minutos del primer mensaje. “Urges aquí”, le causó gracia, que podría realmente urgir en este día y en esta colonia. Era cierto, la Carrillo Puerto no tenía fama de ser una colonia de ricos, tampoco de ser una colonia sin nota roja, pero en los últimos meses, como en los últimos años todo se reducía a una serie de crímenes de fácil solución que al final quedaban atorados en la burocracia. En eso consistía su trabajo, en hacer que los crímenes sencillos quedaran atorados en el aparato de la justicia y eventualmente atrapar a uno que otro ladrón de mil, porque el monto de lo robado no excedía de esta cantidad. En sus siete años trabajando al frente de la Comandancia del Departamento de Policía de la Carrillo Puerto había tenido la oportunidad de asistir a dos crímenes pasionales, un par de rumores sobre pervertidos que nunca acababan por esclarecerse, tres desalojos de casa habitación, apoyar durante un cateo, alrededor de veinte robos de más de diez mil pesos e inumerables que no excedían los cinco mil. De estos últimos, el botín consistía casi siempre de alguno de los siguientes artículos: televisión, refrigerador, llantas, espejos, bicicletas, triciclos, macetas, ropa, dinero en efectivo, computadoras, cadenas, alhajas, tazones chinos, floreros persas (ambos de imitación) y un muy largo etcétera. Con una mueca de profundo enojo se levantó y se metió al baño contiguo, el agua tenía una temperatura de agradable y le ayudó a terminar de despertar. Se metió a la pequeña cocina con una toalla en la cintura y sacó del frigobar una barra de baguette dura, la partió y armó una escueta torta de jamón que acompañó con un café barato y muy malo. Era para lo que alcanzaba. Desayunó mientras se vestía.

La patrulla 65 llegó treinta y cinco minutos más tarde, después de hacer una parada obligatoria en el puesto de cochinita de la esposa del Chango y sonó la bocina dos veces. Fernando tomó su maletín de trabajo (o lo que quedaba de él después de sobrevivir cinco años sin lavarse), se miró en el espejo y acomodó su gorra, “¡Lets gou!” se dijo como para convencerse y salió. Chango esperaba afuera, su tez oscura y rasgos toscos recordaban a un gorila, no era precisamente muy inteligente pero era famoso por sus chistes bastante machistas aunque buenos y su puntualidad envidiable, había ganado el premio por puntualidad tres años seguidos.

¡Comandante, Buenos días! el sonido del motor se encontraba en el fondo y se confundió con la cerradura de la puerta
Buenos días Pacheco ¿Como andamos?
Bien mi jefe, chambeandole —. Dijo mostrando una sonrisa franca que se antojaba un poco pícara
¿Que sucede Pacheco? — abriendo la puerta de la patrulla
Nada, volvió a faltar el güero —.La patrulla comenzó a moverse, sorteando los baches del camino.
— Ese pendejo, no sirve para nada
— Así es mi jefe, pero ya ve, es niño de papi
— Que le vamos a hacer...
— Se le ve cansado —. ¿No había nadie más?
—Nadie, me huyen, le huyen al trabajo
— Gente floja, por todos lados hay
— Y a mi me joden. — ¿Que urge tanto que te mandaron por mi?
— Robos y más robos, ¿Como que ya son muchos?, ¿no le parece? —. Mirando como si insunuara que la reciente ola de robos era algo mucho mayor que sólo una serie de sucesos al azar. La idea, reflexionó rápidamente Fernando era tentadora, después de todo uno podría creerse el tal Sherlock del que hablaba la gente, o como en esas películas donde una sola persona descubre que existe un patrón en lo que a primera instancia es una serie de momentos totalmente aleatorios.

— Naaaa, no lo creo, estas cosas pasan, lo que jode es que me paren sólo por estas tonterías — con una sonrisa condescendiente por haber identificado la necesidad del Chango por pertenecer a algo más grande que andar cazando raterillos o niños traviesos. El Chango le devolvió la sonrisa — ¿Cómo cuanto robaron ahora?
— Pues, no estoy muy seguro, parece que por persona son alrededor de seiscientos pesos —. Con tono desinteresado y la vista en el camino
— ¿Por persona?
— Así es mi jefe
— ¿Cuantos están en la comandancia?
Los ojos del Chango volvieron a animarse y la sonrisa se le escapó por las comisuras de los labios al escuchar la pregunta.
— Unos quince... veinte quizá
— ¡Veinte!
— Más o menos, todos ocurrieron anoche, todos entre las tres y las seis de la mañana —. Y agregó en tono triunfal — ¿Tons que?, ¿puritita casualida?
— Ya no parece tanto, ¿cuanto es el monto de cada uno? — incómodo por sentirse engañado por una inteligencia inferior.
— Varía, van de los trescientos a los seis mil, una televisión

La cabeza de Pech estaba ahora mucho más dispuesta a pensar y comenzó a retroceder hasta los números del reporte del último mes. Recordaba que los robos a casa-habitación habían aumentado considerablemente, se habían reportado un total de veinte robos de distintos objetos. Sin embargo, en las calles, los rumores de robos no reportados habían venido creciendo desde el año pasado. Primero eran objetos sin valor aparente, en algunos casos meramente sentimental, pero el monto había ido aumentando. El Domingo pasado su hermano junto con su padre se dispusieron a inventariar las cosas que la gente había perdido, eran ya alrededor de doscientos cincuenta objetos. Afortunadamente para Fernando, el poder de la burocracia había mantenido las cosas en control, es decir, los oficiales a su cargo estaban trabajando, aunque trabajar significara esperar las órdenes para iniciar las investigaciones correspondientes. La burocracia había rechazado el 85% de las declaraciones por faltas de ortografía, manchones en las orillas, “falta de datos”, entre otras razones cada vez más incompresibles como “exceso de tiempo en la pila, redáctela de nuevo por favor”.

— ¿Que piensa jefe?
— Nada, que tal vez tengas razón, pero por ahora sólo podemos levantar las declaraciones y enviarlas, nada más
— Ni modo, seguiremos sin ver acción —. Y agregó convencido — yo creo que ha de ser el Barrabás, ya no deberíamos soltarlo
Las soluciones simples de la mente del Chango eran bastante molestas, siempre guiadas por un desprecio ya irracional por los delincuentes.
— Por más, el Barrabás es un pobre pendejo borracho, no creo que haya podido entrar a veinte casas anoche
— quince
— ¡las que sean!
— Tiene usted razón comandante —. Con un tono más serio. Y agregó alegre — Ni modo, a hacer papelitos

El Chango estacionó la patrulla frente a la comandancia, el Sol de las nueve y media de la mañana le daba al cielo un tono azul bastante playero, la ciudad había cobrado vida desde hacía un par de horas y la gente caminaba tranquila hacia y desde el mercado de Chuburná, el ambiente desprendía un aroma a tierra húmeda, el olor natural del trópico. Fernando bajó del auto y cruzó la calle, conforme caminaba sus fosas nasales se llenaban con una mezcla a distintas proporciones de tierra, asfalto y humedad de oficina, cada paso hacía que el último componente de la fórmula ganara presencia. Finalmente frente al edificio y a punto de abrir la puerta de la pequeña comandancia, un olor a papeles viejos, sudores, alimentos grasosos y desodorante barato le asaltó por completo, su rostro se ensombreció y miró de nuevo a la calle, una señora pasaba con un par de tomates rojos, quiso quedarse con esa imagen, como una promesa de lo que habría sido su sábado y que ya no sería, atravesó el umbral de la puerta.



—¡Comandante, Buenos días! —. gritó la voz jovial de la secretaria, sus ojos risueños desentonaban con el aire viejo y rudo de aquella sala, a Fernando le habría gustado haber despertado con estos ojos en su cama, u otros. En última instancia le hubiera gustado despertar con el cuerpo joven de una mujer a su lado, pero eso ya era una fantasía lejana y absurda. Respondió con una sonrisa muy desanimada y la joven continuó — El inspector le está llamando desde temprano, como no vino el güero, no hay quien atienda a la gente —. Los ojos del comandante recorrieron la habitación, la mayoría eran personas de veinte a treinta años, pero habían una señora de unos setenta y una pareja de ancianos de sesenta. También advirtió que la mayoría eran mujeres de abdomen poco plano pero que estaban dos jóvenes de ojos despiertos y curvas generosas y alrededor de tres hombres de mirada ruda. Todos, a excepción de los tres hombres, lo miraban con expectación. Sería una mañana pesada se dijo y entró a su despacho arrastrando los pies, ya en el umbral y antes de cerrar la puerta dijo a la secretaria — Traigame un café, cargado, sin azúcar, y después que pase el primero —. Se hizo el bullicio mientras la delgada puerta de triplay se cerraba lentamente.

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