jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Cómo decirle?




-¿Mama ya esta listo el desayuno?- Preguntaba Pedro, un chilpayate pequeño, de esos que no superan la cinta métrica para ingresar a los juegos mecánicos de la feria, que por cierto no existían en la sierra morena del estado de Oaxaca, que es un lugar maravilloso, con estupendas riquezas naturales. Allá, alejado del bullicio de las grandes ciudades, alejado de cualquier contacto con el exterior, Pedro jugaba, cazaba chapulines, esos que andan brincando alrededor del patio de una pequeña casa de adobe, de esfuerzo familiar y de sacrificio, de tantos días de no poder descansar y pasar el día entero, labrando la tierra, sembrando el frijol, el maíz ancestral, que por muchos años, sembró el abuelo, el bisabuelo y demás generaciones antiguas de Pedro, el pequeño Pedro, de tez morena, de suaves manos, de pies descalzos que corrían de aquí para allá sin parar. Si, así era pedro.

Su pueblo se llamaba San Juan el chico, será porque era un pueblito de los más insospechados que pudieran existir. No aparecía en los mapas por fortuna de los indios, pues en algunas épocas, ellos eran utilizados hasta su exterminio. Por las dificultades de subir para la sierra, los españoles nunca pudieron encontrarlos, ahí estuvieron siempre, ocultos, tras los cerros que han crecido con el tiempo.

-Que pasa Pedro, lávate esas manos, mira nada más, escuincle cochino- Marisol se llama la mamá de pedro, una muchacha joven, de 27 años, adora los cacahuates, las quesadillas de huitlacoche y cuida a su jacal como su vida. Sale a los tianguis todos los domingos, va, vende e intercambia algunas cosas, frijol por arroz, maíz por cacao, para el sabroso chocolate que disgusta pedro junto a sus tres hermanos: Juan, Lucas y María, todos bautizados en la capilla de San Felipe, de ahí sus nombres, porque nacieron en los días de sus santos. Es por eso que retomando el punto anterior, la iglesia, solo la iglesia fue la única que pudo ingresar, conquistar a los indígenas y tras una larga expedición entre las montañas, los filipenses llegaron e instalaron en ese preciso lugar, la orden, de San Felipe Neri.

Pedro casi vuela hacia el balde con agua que lo esperaba para que se lavara las manos. Tenía hambre, demasiada hambre pues tenia mucho sin comer. Extrañaba sus tamales, su atole, su comida favorita que era el mole con nopalitos, que siempre degustaba, hasta se chupaba los dedos y no dejaba un solo rastro de aquel platillo típico. Extrañaba hasta los pechos de su mamá. Entre sus recuerdos, todavía saboreaba la Chichi. No podía olvidarse de aquel sabor dulzón que lo perseguía en aquellos días, que lo hacia llorar. Le gustaban los elotes pero ni se acordaba de ellos, el quería desayunar, extrañaba las palabras de su madre, cuando le gritaba: -Pedro, Pedro, ándale, correle, para que desayunes, rico, rico, rico- Llego a la cocina que también era el comedor y la sala juntos. Extraño el olor que siempre acompañaba a una buena comida, nunca escuchó a su mama tortear, hacer el sonido que se forma cuando la masa se pasea entre las manos. Nada de eso escuchó. Sus hermanos lloraban, necesitaban leche, estaban más pequeñitos que el y por consecuencia tenían más hambre.

Pedro pregunto por el menú: -¿Mamá que comeremos hoy?- su mamá al borde de las lágrimas, le respondió: -comeremos galletitas hijo, galletitas de chocolate, esas que a tu padre tanto le gustan-. Pedro tomó las galletas, antes de eso, corrió por su vaso de micky Mouse y el pato Donald que su Papá Mario le había traído alguna vez, en alguno de esos viajes a la “gran ciuda”. El pequeño niño tomo la jícara con agua, lleno el vaso del pato Donald hasta la mitad y tomo una de las galletas. Al darle la primer mordida, la galleta se trozó y pedro empezó a comer.

Era raro, la galleta estaba muy amargosa, no le sabía a galleta de chocolate, es verdad que tenia mucho tiempo sin comerse una, pero nunca podría olvidarse de ellas, fueron un regalo de Papá, que mandó desde un lugar muy lejos, muy muy lejos, que llamaban “gringolandia”. Pedro imaginaba, aquel lugar lleno de chapulines que corrían por doquier, de coyotes y jaguares que se escondían entre la milpa. Un lugar lleno de muchas cosas, donde nunca faltaba nada, donde siempre había de todo, sus tamales, su mole con nopalitos, su atole y papalotes por el aire, como el que le mandó Papá en su cumpleaños pasado. Pedro imaginaba que había tantas cosas en aquel lugar, que hasta alcanzaba para todos los que vivían en San Juan el chico. Pedro recordó el verdadero sabor a chocolate, no pudo comer más y fue a preguntarle a Marisol.


-“Mama, esto no es chocolate, yo recuerdo tus ricas galletitas de chocolate”- dijo Pedro. Su madre se quedó mirándolo, contemplándolo, con su rostro desencajado, no pudo contenerse más, soltó el llanto. Sus lágrimas caminaron por toda su joven cara. Su rostro se cubrió de agua, sollozó y los niños más pequeños Lucas y María al contemplar a su mama llorar, no pudieron sostenerse y con el sabor amargo de las galletas, lloraron a su lado.

Marisol no pudo balbucear ni una sola palabra. Tenía la respuesta, no se la pudo decir. Se quedo pensando en los viejos tiempos. Pensando en aquellos días en los que salía a la plaza tomada de la mano de Mario. Conocía la respuesta. Sabía el porqué de confeccionar las galletitas hechas de lodo. No podía decirle la verdad a Pedro. Decirle que su padre había tenido que dejar San Juan el chico para buscar una mejor vida. Decirle que las cosechas estaban arruinadas por el temporal de lluvias. Decirle que si su padre seguía sembrando de todos modos no les serviría ni para un taco, se moriría de hambre junto a toda la familia. Como decirle que su Padre tuvo que irse al “norte” a “gringolandia” a buscar el futuro de sus hijos. Cómo poder decirle, lo que más le costaba trabajo decirle: que su padre había muerto, se había caído del peldaño de un edificio en wall street donde trabajaba de albañil para mandar el sustento, para el mole con nopalitos, para el regalo de cumpleaños, para el vaso del pato Donald.

Cesar Huerta

Una sola mirada, diferentes visiones.

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