por matlock @Flickr |
Luciana era secretaria en
el Registro Civil del Ayuntamiento, mujer simple, llegaba a su
trabajo siempre con un ligero retraso, un olor a jabón y shampú
barato, los cabellos rizados domados en media cola y su uniforme que
consistía de falda roja con blusa a rayas horizontales rojas y
amarillas, además de un cinturón de color rojo ajustado a la cintura que
ella juzgaba de muy mal gusto. Casada, con dos hijos, su cuerpo lucía
los estragos de los partos y su cara reflejaba ese tedio que la
burocracia implanta en todos sus hijos: párpados caídos, ojos cafés
oscuros pero aburridos, mirada que denotaba el sello de la rutina,
boca pintada de colores extravagantes (rojo carmesí, violeta, carne,
zapote), pómulos huesudos y arrugas que comenzaban a marcarse
alrededor, nariz pecosa y blancuzca, tez clara pero de aspecto
polvosa, cómo si una capa de cal la recubriera eternamente, dientes
amarillos, cuando sonreía se podía ver el brillo opaco del metal
extraño implantado sobre las molares. En general, para no ahondar en
más detalles aburridos, Luciana era una mujer común, con rizos
exagerados y rubios que laboraba en uno de los trabajos menos
emocionantes que ofrece la vida, el sencillo y tedioso acto de
recibir, buscar, identificar, corroborar, y transcribir las actas de
nacimiento que se solicitaban día con día.
A las once con diez
minutos aproximadamente, aparecía en la oficina el vendedor de
antojitos, un hombre moreno, de estatura baja y delgado que traía
siempre en una nevera: tacos, salbutes, panuchos, tortas,
hamburguesas, aguas frescas y chicles o mentas para el mal aliento.
Siempre a esa hora, como sucede en cualquier oficina burocrática, la
actividad monótona se detenía y se procedía a esa otra actividad
que es también vital en cualquier oficina de gobierno que es la
socialización en torno a la comida. Dicha actividad de grato
intercambio de chismes y eterna lectura del periódico y la nota roja
de prolongaba hasta las doce. Treinta minutos más tarde, se cerraba
la recepción de solicitudes de actas de nacimiento y una secretaría
más ayudaba a Luciana a buscar en los libros, los nombres y
apellidos de los solicitantes. La oficina cerraba a las dos, desde la
una, los hijos de Luciana, Laura y Pedro llegaban a la oficina a
esperar que su madre terminara. A las tres era la comida en la casa,
casi siempre sin Gabriel, su esposo. El resto de la tarde se le
pasaba haciendo quehaceres de cualquier ama de casa, lavando trastes,
organizando comida de días pasados, inventando nuevas maneras de
combinar lo que había en los tópers, analizar la inconstancia de la
flama del piloto de la estufa, averiguar de dónde provenía la
gotera que hacía un charco a los pies del refrigerador; hasta que
alrededor de las siete y media aparecía Gabriel, mugroso y lleno de
aceite. A las ocho y media se juntaban a ver la novela en turno,
mientras Gabriel le hacía ver lo absurdo de el argumento y lo cursi
que le parecía, los niños reían con las ocurrencias de su padre,
ella sólo hacía una mueca “sólo quisiera ver la novela en paz”.
La vida de Luciana era pues, como su trabajo una rueda continúa, un
ciclo, un carrusel que no tiene ocasión de descansar.
Aquél día, yo lo
recuerdo, fue Martes, me encontré con Jonás Colapez afuera del
Palacio Municipal, se le veía muy molesto, le pregunté que le
pasaba –Que tengo que llevar un original de mi acta de nacimiento,
para ver lo del seguro de mi casa, pero resulta que acá me entregan
el documento hasta dentro de tres días, y eso, me dijeron, si me va
bien...Jijos de su...– Jonás se fue mentando madres, mientras yo
me quedé con un conato de sonrisa al ver su actitud frente a algo
que, todos asumimos, siempre será ineficiente y lento.
Conchita, la encargada de
la recepción de solicitudes de documentos oficiales, una mujer
cincuentona, con lentes gruesos que le cubrían la mitad de la cara y
agrandaban sus ojos feroces, fue la encargada de recibir el oficio
foliado con el número doscientos sesenta y tres del veintiseis de
febrero de aquél año, sellado por la caja municipal asegurando que
Jonás había cubierto la cantidad de cincuenta pesos para la
solicitud de su acta de nacimiento. Conchita firmó la orden anotando
que el señor Jonás no había dejado copias de dicho documento, por
lo cual, la búsqueda del mismo era obligada. Alrededor de las diez
con cincuenta minutos, Paco, el repartidor, llevó las órdenes de la
solicitud del escritorio de Conchita hasta el escritorio seis, donde
estaba la encargada del área de solicitudes de actas de nacimiento,
quién después de clasificar las solicitudes, entregó
aproximadamente a las once de la mañana la pequeña hoja de papel
foliado con el escudo de armas del Ayuntamiento y el sello de la
Caja, a Luciana..Ésta la leyó, reclasificó alfabéticamente y
acomodó en su pila de solicitudes por encontrar, era la tercera en
el orden.
1 comentario:
Me agrado la explicación de la in eficiencia de los sitios asi...
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