Foto por morrisey via Flickr |
Una luz intensa, ¿una
luz?, remolino de colores, ¿remolino?, ingravidez, golpes,
oscuridad. Mucha oscuridad. Una luz tenue. Las manos frente al
rostro, respiración agitada. Hay miedo, terror por lo desorientado
que está uno. Una puerta de metal. Una habitación confusa y
revuelta, es una sala. Un recuerdo, ¿mi casa?, mi casa. Las cortinas
de seda, el sofá recubierto de un tapiz suave y que invita a
acostarse por una siesta, un sabor amargo en la boca, ¿sangre?. Mi
nombre a lo lejos, como si alguien me llamara desde el segundo piso,
¿quién?, ¿a estas horas?, ¿porque tocan la puerta de la terraza?
Y no la de la calle, ¿que clase de gente se monta a un segundo piso
para pedir entrar?, ¿a estas horas?. Frío, sueño, cansancio.
¡Apúrate, hace frío afuera!. Las escaleras, ¿dónde están las
escaleras?, ¿cómo es posible que no recuerde la ubicación de algo
que uso todos los días?. Paredes grises, húmedas, mohosas, cada vez
más oscuridad, espejos rotos, vidrios esparcidos, no me extraña,
eso es lo extraño. Llego a la puerta de la terraza, busco la llave
en mi saco, ¿cómo sabía que estaría ahí?, ¿no debería estar en
la cocina?, tengo hambre, pero tengo que abrir primero, ¿ a quién?,
no lo sé, sólo sé que lo debo hacer, esa sensación irracional,
incomprensible, de tener que hacer algo por más absurdo que parezca,
necesito hacerlo. El golpe seco de la cerradura cediendo. El
rechinido agudo de una puerta oxidada empujada por un viento que
arrastra nubes de polvo que no se ven. Una mano que toma la puerta
para empujarla. ¿Una mano?, una mano, compuesta de huesos. Frío, un
frío horrible y profundo. Oscuridad.
—Buenos
días señor López, casi no se salva, mi nombre es Maricela, soy la
enfermera encargada de esta habitación, ha sido muy afortunado...—
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