por Sr.Samolo @ Flickr |
Había una vez una plaza en una ciudad
cualquiera. En la plaza habían cuatro ceibas, una en cada esquina de
la plaza y todas aproximadamente de la misma altura. La plaza era de
concreto corriente, y justo en frente tenía una Iglesia de piedra
que los españoles habían dejado a medio construir durante los
primeros años de Independencia. La Iglesia era pues, una mezcla
curiosa de piedras de diferentes tonalidades correspondientes a
diferentes períodos de construcción y reconstrucción.
La plaza, como cualquier plaza de
cualquier lugar del mundo era habitada por palomas, perros
callejeros, gatos flacos, ratas subterráneas y cucarachas que se
dejaban ver durante las horas más avanzadas de la madrugada hurgando
entre los basureros. A esa hora en que la tierra pierde su calor que
almacena durante todo el día, se veía también a un ciego circundar
la plaza.
El ciego era un hombre unos treinta
años, nadie sabía porque estaba ciego, o si había nacido ciego
desde el primer día de su vida, todos conocían su figura recortada
entre las ceibas al amanecer, o en alguna callejuela cercana a la
plaza, siempre a la sombra como sin querer estorbar, pocas veces
mendigaba, y su buena disposición para no estorbar la cotidianeidad
humana le había valido francas invitaciones a cenar, o comer, en
bonitas casas de abolengo. Hombre de pocas palabras, los niños
decían que estaba sordo, pero él sólo ignoraba los insultos que le
proferían siempre que no se encontraba un adulto cerca, y las
patadas gratuitas y anónimas. Con el tiempo aprendió a distinguir
las distintas formas de los zapatos, de vez en cuando sentía una
nueva forma en el punta pié que se aproximaba y después del golpe
pronunciaba entre quejidos de dolor ahogado “Y este, ¿es nuevo?”,
y los niños no entendían, y le regalaban otro golpe.
Cuerpo graso cubierto del aceite que se
riega por las calles, cabellos enredados, canosos y largos, barba de
tres días, pero nada más, gabardina ceñida de color beige, botas
derruidas y rotas, pantalones de mezclilla negros, aunque habían los
que decían que en los primeros años habían sido azules, y que ya
luego con el correr natural de los tiempos, acabaron siendo verdes y
ya después negros, como ahora. Cargaba siempre un morralito con
periódicos y baratijas que encontraba por la calle, nada de valor,
sólo un conjunto de cosas curiosas, anónimas, piedrecitas faltantes
de aretes, cabellos rojos por mechones, cabellos azules, monedas de
forma curiosa, monedas de otros países, centavos viejísimos y sin
valor.
Pero yo no vine a hablarles de las
cosas que coleccionaba ni de las plazas cualquiera de ciudades
cualquiera en horas cualquiera. Yo vine a hablarles de un día
cualquiera, en un mes cualquiera en un año como estos que pasan
rápido y sin detenerse en la ventura del futuro. Un día de esos, el
ciego se paró en una esquina de la plaza y empezó a gritar una
frase simple. En ese entonces yo no estaba en la ciudad, y cuando
llegué había tanto rencor contra el ciego que nadie me supo decir
con certeza que era lo que esa mañana había comenzado a decir el
ciego.
Lo que sí me contaron todos, fue la
insistencia del ciego de repetir la misma frase una y otra vez, cada
día en diferente esquina, cada vez con igual energía y al cabo de
un tiempo el número de repeticiones aumentaba. Un amigo mío me
comentó que llegó a calcular que aproximadamente cada tres días,
el número de repeticiones aumentaba al doble, aunque había veces
que aumentaba por siete, y que nunca descubrió relación alguna
entre el número de repeticiones y el día en que aumentaban o
decrementaban. Al principio descansaba el Domingo, pero después de
unos meses aquello fue de todos los días, y las gentes comenzaron a
odiarlo, algunos decían que perturbaba el orden público. Una tarde
el padre de la iglesia salió a razonar con él, y después del
monólogo que le dio sobre el orden y la bondad de los hombres, el
ciego lo miró con condescendencia y al final se acercó a su oído
para decirle tres veces la frase simple y ya carente de sentido.
Otros gitanos que lo esucharon gritar,
dijeron que lo que decía era el destino y que había que
desenrrollarlo, los cristianos al final se convencieron de que estaba
poseído o loco ( que para esas gentes simples a veces es lo mismo) y
un buen día lo llevaron a encerrar.
En la cárcel el hombre siguió
repitiendo la frase y él mismo se negó el alimento y el agua, su
voz se fue haciendo cansada y ronca, al final se escuchaba como entre
repeticiones prorrumpía desde el fondo de su estómago el reclamo de
los alimentos faltantes.
El ciego, como es natural en estos
casos de locura, enfermó y terminó en cama, aún en los delirios de
sus calenturas continuaba repitiendo la misma frase, una y otra vez.
Una mañana fría, mientras las
cucarachas y las ratas se dejaban ver entre los basureros de la plaza
cualquiera, el hombre pidió ver al padre, quería confesarse. Yo
hablé con el padre cuando escuché las historias del ciego a mi
regreso. Él me dijo, que llegó tranquilamente (la impresión que le
había dejado aquel hombre no era precisamente la mejor), se sentó a
un lado y escuchó la confesión pacientemente. Como el lector
comprenderá, no se me permitió conocer aquella confesión, pero si
supe que el ciego dijo que lo era de nacimiento, y que venía de un
pueblo muy lejos, y allá era rico. Al fin, acercó su boca a la del
oído del padre y dijo la frase simple, hizo una pausa y recitó
lenta y pausadamente las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis
en latín, luego las dijo en griego, un fragmento del Popol Vuh, otro
de la mitología azteca y uno más de la nórdica, luego los párrafos
iniciales de al menos treinta libros, de distintas épocas, la
Ilíada, la Odisea, los siete tomos de Troya, y expiró.
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