Despídete del
rancho introspectivo,
color cobre rulfo,
la piel de
tus empeines.
Destila aquí los últimos rencores de tu cáncer,
que las aguas termales emanen de tus ojos
como mantos que lastiman adrede,
dejándose llevar sin rabia a los portales dolorosos
de la tarde parida.
Ebulle, heroica.
Rumiaré yo el odio en nombre de tus dientes, tus falanges.
Seguiré masticando la yerba hasta
que de la yerba se adormezca la bravura.
Seguiré enardeciendo a infierno aquel ropaje
(olor a
leña, toxina de este pueblo)
mi traje de sepelio chamuscado entre el inunde.
Que
con Madre se muera este poblado,
que no quede aquí más que el blanco carbón de la agonía,
el grito de una iglesia atragantada,
el rastro del fragmento del ancestro,
la partera mujer acribillada
-forense fantasma que me aguarda sin sigilo-.
Que
Madre se despida según el susurro,
la carretera, la fonética,
el cáncer de vesícula biliar como método amoroso
de las frondas,
de cuerpo atardeciendo, de viejas refacciones;
la vida que bulle entre los tuétanos,
o suyo
ya detrás el heroísmo,
atrás muy en su nuca
oteándose el
pasado,
los perros advirtiendo, la vergüenza:
No
volverás, In Vitro, radiante cataclismo.
Temaca,
Muchacha triste y cancerosa,
la lúgubre metáfora escondida entre los cerros.
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