domingo, 5 de febrero de 2012

La noche que perdiste el miedo.

por HaniAmir via Flickr


El sonido del cuchillo cayendo estrepitosamente en el  suelo  inundó la habitación. Frío y filoso rebotó dos veces y quedó bañado en aquella sustancia. Los ojos fríos, el pensamiento convulso, las emociones...¿las emociones?. Diste dos pasos hacia atrás, lentos y torpes. Te tocaste con los pulgares los cuatro dedos restantes de cada mano, y al final dibujaste círculos sobre tus índices para percibir la sustancia aquella que goteaba de tus manos. Un temblor frío recorrió tu cuerpo...¿emociones,emociones?. Aspiraste el aire pesado de la habitación y volviste a sentir la esencia luminosa que desde arriba te bañaba. Tu corazón comenzó a acelerarse, los huesos  y los músculos se liberaron de la tensión que hacía unos minutos los había mantenido casi quietos, como temerosos de perturbar el aire que se encontraba a su alrededor. Tronó tu cuello mientras enfocabas tu vista hacia la plancha. No hubo terror y paradójicamente fue eso lo que te asustó. Contemplaste tu obra y te sentiste satisfecho, emocionado porque lo habías logrado, porque estaba consumado. Te sentiste profundamente vivo, quizás como nunca antes, pudiste distinguir en un segundo cada fibra y cada célula de la que estaba compuesta tu cuerpo, un concierto vigoroso de mugre, carne, y otros organismos. Toda tu humanidad se estremeció, se volvió consciente de si misma. La felicidad (¿felicidad?) te nació desde la boca del estómago, como mariposas, y se fue extendiendo hacia tus intestinos, recorrió tus piernas con un leve temblor y se montó en tu espina hasta erizarte los vellos de la nuca. Tus cabellos se electrizaron y las orejas se estiraron como queriendo escuchar lo que estaba más allá de esa habitación, de ese espacio. Escuchaste los grillos de la noche y el zumbar de los moscos, tomaste aquello y la suma de ti mismo explotó en tu boca con una sonrisa contenida que venía emergiendo en oleadas cada vez más fuertes. Incontenible, la felicidad te inundó desde tu espalda.. Feliz, quién sabe, pero sí profundamente satisfecho.

Aquella sustancia roja comenzaba a llegar en pequeña avanzada hacia tus botas y la observaste complacido, la miraste así como impropia,  como si no la conocieras. Sangre. Pero no tuya, sangre de su sangre. Sangre. Sangre del otro del que no eres tú. Sangre. Sangre del pobre diablo que había sido la peña que inició el despeñadero. El guijarro que quiebra la cantera. El pendejo que anuncia la pubertad y la  anticipa.

Tu dedo índice, húmedo, se hundió en tu boca y saboreaste el fruto de tu esfuerzo, el plan consumado que por semanas y semanas habías preparado, las múltiples horas de trazos que parecían llevar a callejones sin salida y que en suma representaban los planos de una catástrofe, no para ti sino para el otro. El otro, el que yacía sobre una plancha de metal con el corazón abierto por una herida de diez centímetros de largo,  con sangre manando en todas direcciones.  Sonreíste con más fuerza al contemplar sus ojos vacíos y esponjados, te recordaron a las canicas con las que jugabas de niño. 

Antes de esa noche tuviste miedo, te aterraban tus sueños, te urgían tus instintos debajo de tu bata. Pero esa noche estaban satisfechos. El ciclo morboso y corrupto de tu vida se había cumplido, habías sido realizado, a tu manera enferma de ser. Te supiste perdido para siempre y supiste aceptarte.

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