foto por _Madolan_ @flickr |
María Juana rompió a llorar sobre el
féretro. Camila su comadre, encumbró los tonos altos hasta los
Alpes y los mantuvo firmes para ahogar los gritos de dolor de la
madre. El padre de la Iglesia miraba con lástima a Juana “pobre
Juana, que la Providencia le dé consuelo”.
Los esfuerzos de Camila y el coro de la
Iglesia fueron en vanos, los curiosos comenzaban a acercarse, algunos
desde lugares tan lejanos como el puerto. Todos habían sido
alertados por la cadena desinformadora de mensajes que corrían en
todo Santa María:
-Que el hijo de Doña Juana...
-Lo mataron.
-Que unos matones...
-Que dicen que a machetazos.
-No, no te digo que fue Clotilde.
-¿Clotilde?
-Hoy lo entierran...
-Oye las campanas, hoy lo entierran...
-Que van a enterrar lo que pudieron
encontrar, la casa es un desmadre.
-¿Y Clotilde?...
-¡Clotilde!, ¡Jesús!..
-¿ La niña Clotilde ?, ¡no puede
ser!...
-Si, si, le digo, Clotilde, ya vinieron
los del diario, que mañana lo publican.
-Mañana sale en San Juan...
-Que huyó para San Juan, Clotilde, la
de los pelos revueltos, la muy maldita...
-Mira que matar al marido.
-Que reciba castigo de la
Providencia...
-Castigada está, yo la vi anoche, creí
que era un espectro, era ella, te lo juro, Clotilde...
Para la hora del entierro, que fue
apurado por la necesidad expresa de Juana de iniciar el luto cuanto
antes, en el pueblo la pregunta no era que había sido del occiso, o que de la madre desconsolada, sino Clotilde, ¿dónde estaba?, ¿a dónde
iba?, ¿quiénes la habían visto?.
Mientras la caja de cedro se iba
hundiendo en el lote 334 del panteón, detrás, en el pueblo, iba
creciendo el número de avistamientos de Clotilde. A esa hora, a
Clotilde se le había visto a distintas horas, muchas de las cuáles
resultaban contradictorias pues se trataba de avistamientos en
lugares opuestos con diferencias de apenas segundos. Al fantasma de
la homicida se le había visto comprando naranjas en el puesto de
Juan, subiendose a un cayuco azul propiedad de Salvador Carpinteiros,
conversando en el puerto con Henry Hanssen, operador del
transbordador a San Juan Bautista; se le vió acariciando la cabeza
de una de los hijas de Rogelio, y el mismo Rogelio confirmó que la
había visto de camino a la casona de Miraflores: él le preguntó
que si que hacía por esos lugares tan oscuros y tan de noche, ella
no respondió.
Ajena al tormentoso trajín en que
había quedado sumergido su pueblo, Juana veía con resentimiento
como caía la tierra sobre la caja donde estaba su hijo. En ese
momento cuando estaba al borde de la locura, no pudo pensar en otra
cosa más que en el gato de su madre maullando en la mata de mango
que había sembrado su padre -”Ya se subió otra vez ese pinche
gato, hay que bajarlo al pendejo”- gritaba María Concepción, y
ella se divertía cuando su hermano le daba de escobazos al árbol
para que cayera el animal. Una y otra vez contemplaba al gato
maullando aterrado en las ramas del árbol, y una y otra vez veía
llegar a su hermano, apartarla y empezar maquinalmente a golpear las
cerdas contra las ramas -”¡Vamos gato!.. ¡ándele, no se haga!”-.
Camila terminó de entonar los himnos
necesarios para implorar a ángeles y arcángeles por la vida de su
ahijado, y el padre dio un pequeño sermón sobre la vida, el pecado
y la muerte. Echó su bendición como si el mismo se la echara, quedo
y sin gracia. Él también había escuchado los rumores de Clotilde,
y le aterraba pensar en una mujer asesina, aquí en su Iglesia, en su
pueblo. Se escuchó el último amén y los asistentes iniciaron el
proceso doloroso y a veces carente de sentido del último pésame.
-”Me tocan, me dicen que dios me
guarde, que están conmigo y que para lo que se ofrezca”- pensó
Juana, -”Pero ya no se me ofrece nada, la vida se me ha acabado, ya
puedo esperar mi muerte más resignada que nunca, y espero, que
llegue pronto”-. Suspiró y miró al cielo cómo interrogando la
pérdida.
Camila fue la última en darle el
pésame y la acompañó hasta su casa, caminaron las dos señoras
cincuentonas dando traspiés como borrachas. Daba verdadera lástima
verlas, Camila le sostenía la mano a Juana y esta no hacía más que
mirar al horizonte, perdida en sus pensamientos, sumergida, ausente
de lo que le rodeaba. Tropezaba y se iban las dos al suelo, a veces
se levantaban en seguida, pero otras veces Juana se quedaba tirada
como piedra y tenían que venir dos o tres transeúntes a ponerla en
marcha. Así caminaron hasta la casa de María Juana.
Al llegar, Camila la sentó en el diván
heredado de terciopelo y le besó la frente a Juana.
- Comadre... - dijo Juana enfocando por
primera vez en todo el camino los ojos en Camila– ...Quiero un
gato...
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