Una carreta que pasaba la empujó y Clotilde, débil y cansada se dejó caer al camino polvoso. Hacían más de cien días sin lluvias, y el polvo oxidado le entró en las narices y se asentó sobre sus labios resecos. El sol tropical se reflejaba sobre el río. Atrás había quedado la mala noche, los machetes y las injurias, el retén militar del otro lado del río.Adelante estaba la capital. "La pinche y maldita capital", murmuró mientras se incorporaba. A su lado pasaban de vez en cuando carretas con plátanos, mangos, naranjas, limones, y otras más con pescados. Desde la hora en que empezó a pasar por las casas que se erguía alrededor de las Tres Lomas, había divisado dos grupos de vacas y borregos.
Alcanzó las primeras calles dos horas y tres caídas después, la gente la observaba como a una malnacida, y ella con la mirada entre asustada y asombrada, les buscaba los rostros y las bocas, les adivinaba los ojos. Se agachaba para descubrirles las cabezas de los sombreros, les miraba los machetes y los bushes colgados al hombro. "Pus no son tan diferentes estos juanitos", pensó y continúo dando traspiés hasta la calle principal.
Miró el muelle con por lo menos cincuenta o más cayucos varados en la orilla, y un par de navíos al fondo, un hormigueo de gente recorría constantemente el camino de ida y vuelta a los cayucos, los cargaban y empujaban, casi hundidos, se iban nadando contra la corriente.
Abría las perlas canela que tenía por ojos, y recorrió con la mirada los anuncios de las calles cercanas. No encontró nada decente en que ocuparse. Allá en su pueblo había sido una buena costurera, pero si se quedaba acá, tarde que temprano alguien iba a recorrer las veinte leguas de distancia y daría parte a las autoridades, con santo y seña, de quién era ella y quién había sido, de dónde venía y en que probablemente se ocupaba entonces. "Costurera no".
Pasó por la Iglesia y se paró a contemplarla. "Si dios me perdonará siquiera, pero ni de eso tengo
esperanza, perdón del cielo no tengo. Jodida, estoy bien jodida, lo mejor es que me esconda del cielo, y espere pacientemente a que me salgan manchas en estas manos, y se me blanqueen los ojos y los pelos, y me quede sola, porque ese destino elegí. Uno elige, y uno paga. Uno mismo se jode, se niega el cielo, y se niega el perdón, porque sabe que no hay alguno. Esperanza tienen los niños, los que tienen perdón, los que esperan. Yo nomás espero mi muerte, no como alivio, sino como la consumación de mi penar terreno, el inicio de mi fuego eterno... Te quise Mario, como te quise... te quiero Mario, como te quiero... te extraño Mario, como te extraño."
"Maldita sea yo, maldita sea mi existencia y el camino que elegí. Ni le he llorado, ni yo misma me he llorado. Ando muerta, bien pinche jodida y muerta. ¿Cuánto vale mi cabeza?, un real, un racimo de plátano de Jalapa. Nada, no vale nada, que me la corten. Pero cortarla es aliviarme. Ellos creen que me alivian, pero castigo del cielo ya tengo. Si me entrego, no podré penar en la tierra, tengo que penar, cargar mi cruz. ¡Ay Jesucristo!". Se llevó las manos violentamente a los ojos y lloró un poco en silencio. Una familia española que pasaba por ahí le aventó unas monedas al faldón que le cubría hasta los tobillos, se despertó de su letargo y tomó las moneditas que rodaban por el piso. "Jodida, que empiece mi vida jodida, mi jodida vida, que yo jodí".
Se encaminó al muelle hundiendo los pies en el barro, y se puso a mirar a los hombres que iban y regresaban con guacales llenos de frutas y verduras, y otros que acarreaban verdaderos racimos de robalos, mojarras, lizetas, topenes y pejelagartos. Suspiró. Volvió la vista a la Villa Hermosa de San Juan Bautista, un atolladero de casas blancuzcas de cal y rojizas por el suelo oxidado, marcadas hasta donde se podía ver, con una línea de humedad, mudo testigo de inundaciones periódicas que iban y venían cada temporada de lluvias. Casas simples empujadas unas con otras, unas levantando señales de humo al cielo y otras luciendo sus recién instaladas tejas de barro. Se inclinó y se mojó la cara en el río ante la mirada lasciva de los hombres que iban y venían y no faltó alguno que se detuviera a contemplar aquella mujer pálida, con moretones en las manos y en la cara, con el sol de frente y el río mojándole las piernas.
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