No puedo decir que al final de la jornada he de sentirme triste, sino más bien contento con la vida, la vida, esa extraña que a veces creemos tan nuestra hasta que la vemos como, pese a todo, pese a la manera inhumana y fría en que destierra a sus hijos de sus terrenos, ella sigue diáfana e inmutable, imperceptible a nuestra propia versión de vida, la vida ontológica se hace presente, porque siempre lo ha estado, desde antes y lo seguirá estando después.
Y nosotros simples mortales a la usanza natural de la vida, hemos de seguir viviéndola, de una manera no tan propia como quisiéramos, pero siempre y sin duda que siempre la habremos de vivir en una manera tan límpida y exquisitamente sentimental, tan nuestra, y al final de todo, pese a lo irracional que pareciera asomar en el horizonte del nuevo día, hemos de saber tomarla como una dama y sacarla a bailar, en medio de una pista repleta de pretendientes que, más que pretenderla como dama, quisieran amordazarla y secuestrarla a su manera.
La vida (suspiro), que habrá de depararme la vida, o de depararnos en su conjunto... la experiencia humana, que habrá de arrojarnos, el sabor de las tardes de verano, de la lluvia precipitándose en la sequedad tan inhumana de la ciudad, la vida, transformándose en diez mil formas y aun mas, siendo simplemente una compañera, una dadora y una jueza. La vida como un dios, como el dios de los vivientes, y que sin embargo nunca nos oye, nunca nos mira, y siempre nos ignora.
¿Qué es la vida?, al menos yo, no sé qué sea, no intento describirla en un modo simplista, hacer eso es envolverse en un manto de santidad inexistente, de pedantería y entrar en sofismas ortodoxos poco móviles, y menos adaptables a la propia situación de la vida, ese misticismo (si se quiere), cambiante y desbordante, rio de agua que arrastra guijarros rotos y los golpea, sin ser nunca consciente; eterna bella durmiente anochecida... descansa sin dormir, vive sin morir, y nos besa de vez en cuando... y vaya que sabe hacerlo.
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