Irrumpen unos 500 soldados en la comunidad de Coyuca de Catalán durante 3 días
Mujeres y niños claman ayuda a defensores de derechos humanos y medios de comunicación
PETATLAN, 14 DE JUNIO. Doña Amanda descansaba bajó el elevado y frondoso encino, cuando el martes 9, como a la una de la tarde, escuchó el ruido de los vehículos militares ingresando a su comunidad, Puerto las Ollas, municipio de Coyuca de Catalán, de la región de la Tierra Caliente, ubicado entre los límites con este municipio de la Costa Grande.
La jornada de horror de los pobladores terminó hasta el sábado 13 a mediodía con el ingreso de una misión civil de observación, integrada por representantes de varias organizaciones civiles, de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos (Coddehum) y medios de comunicación.
El martes que oyó el arribo de los militares, Amanda sintió que el corazón se le salía del pecho, pues tenía pocos segundos que su hijo Jaime, quien aún sufre las secuelas de un derrame cerebral, montó su bestia de carga para irse a Las Palancas, a unos 10 minutos de Las Ollas y sabía muy bien que al joven no le daría tiempo correr para esconderse de los soldados.
Omar, el nieto de Amanda, un niño de 14 años, andaba en la rudimentaria cancha de futbol, lejos del monte para poder escapar.
No es la primera vez que el Ejército incursiona en Puerto las Ollas y las mujeres, niños y niñas saben que los hombres tienen que correr a refugiarse a los cerros para estar a salvo. Ese martes, Jaime y Omar no tuvieron opciones. Los militares los agarraron y por tres horas los torturaron.
Puerto las Ollas es una pequeña comunidad de apenas 11 casas, en las que habitan en total 10 varones, 15 mujeres y 35 menores, entre niños y niñas, pero desde hace ocho años, los hombres ya no duermen en las modestas casas de madera, pues tanto soldados como gatilleros irrumpen a cualquier hora del día.
Entre sollozos Amanda narra a los defensores civiles y públicos de derechos humanos y a los medios de comunicación como aguantó durante tres horas los gritos de su hijo y nieto, por los castigos infligidos.
El sábado, sólo Jaime rindió su testimonio pues pudo bajar de donde se escondió luego de las torturas, pero el niño a pesar de que se le buscó, no apareció. Se cree que estaba en muy malas condiciones, pues como todos los demás varones, no había comido desde el martes de la irrupción, pero además por los efectos de los golpes.
Jaime traía una gruesa camiseta negra cuando lo agarraron, la que los soldados alzaron por atrás y la pasaron por su cabeza para mantenerlo amordazado.
Durante tres horas, lo golpearon en los oídos, le picaron con agujas los dedos de las manos y golpeaban su nuca, hasta que Jaime al no poder respirar suplicaba porque se acabara el castigo.
Cuando lo soltaron, una espesa saliva rodeaba la boca de Jaime y su madre como el resto de las mujeres en el pueblo creyeron que por el susto había sufrido un nuevo derrame cerebral, pero sólo se trató de los efectos del dolor padecido.
De acuerdo con la versión de los pobladores, los militares querían saber dónde se escondían los hombres armados. Como a los únicos dos varones que pudieron agarrar no les sacaron nada, se fueron contra las mujeres.
Sometieron a tres señoras, a quienes con un cuchillo en la yugular y amenazas de que serían asesinadas quisieron arrancarles qué tratos tenían con los guerrilleros.
Los días siguientes –miércoles, jueves y viernes– escuchaban que entre los montes, los militares disparaban y en algunos momentos, llegó a haber tres helicópteros sobrevolando la zona.
Las mujeres y niños sólo rezaban para que no encontraran a sus esposos o padres.
Con los primeros rayos del sol del sábado, los militares comenzaron a gritar que quemarían todas las casas, entonces mujeres niños y niñas salieron corriendo de sus viviendas y hasta el mediodía que arribó la misión de observadores, dicen, creyeron que todo acabaría para ellos.
El sábado, aparte de recoger los testimonios de los pobladores, la misión civil constató los saqueos que hubo en las casas y que los soldados se llevaron lo poco de valor que encontraron.
Las 11 viviendas de Las Ollas apenas tienen lo indispensable para la vida de sus moradores. Un fogón, una mesa para comer, que no es más que una tabla montada sobre cuatro horcones y bancas del mismo estilo a su alrededor, los trastes necesarios para guisar y consumir los alimentos y como camas, sólo unas viejas colchonetas.
Durante los cuatro días de sitio, hubo en La Ollas y Las Palancas, unos 500 militares. El primer día arribaron unos 300, por el camino que conduce a Petatlán y al día siguiente, por el acceso para ir a la Tierra Caliente, llegaron otros 200, junto con los helicópteros.
Al caer el día y con ello el retiro de la misión, las mujeres y pequeños pedían que no los dejaran solos, pues temían que tan pronto como ya no estuvieran ahí, los militares retornarían, porque estaban convencidas que una parte sólo se replegó.
Al final, sólo una suplica. “Cuando pidamos auxilio, por favor vengan luego, tenemos miedo de que para la otra no esperen tantos días para acabar con nosotros”.
Una sola mirada, diferentes visiones.
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