decoración con azulejos de una cocina valenciana del siglo XVIII por M. Martín Vicente vía Flickr |
La noche que se cayó la baldosa de la casa de Miraflores, fue Jueves, a eso de las tres de la mañana. La baldosa caída fue la de la cocina que estaba en el fondo de la casa, en particular era una baldosa que tenía dibujada una flor color morada con centro amarillo del tipo "sol de Marzo".
Don Nicanor, dueño de la casa de Miraflores y de la Hacienda del "Ahorcadito", se había enfermado del estómago 3 días antes, durante la fiesta del pueblo de San Mártir, a 2 km al norte de Santa María de la Victoria. La enfermedad de Don Nicanor provenía de un borrego putrefacto que fue traído de la Hacienda de Cochinos de Don Gamaliel Buendía, ofrendado al santo del pueblo y vendido por la Iglesia al puesto de tacos de Manuel, quién falto de ventas decidió mover su puesto de la calle 13 a la 24, detrás del puesto de churros en la esquina de la sucursal del banco nacional, en el tercer día de la fiesta. Curiosamente en el cuarto día, Don Nicanor paseaba con su esposa Sofía por la feria municipal, cuando muerto de antojo de tacos, decidió pedir diez de barbacoa de borrego, en el puesto de Don Manuel, muy a pesar de las observaciones de su muy respetable esposa sobre el color, olor y textura de aquella carne muy poco confiable.
Ya para el martes, Don Nicanor comenzó a sentir los efectos de una carne poco cuidada, y casi echada a perder, y para el miércoles, el oficio de leer revistas y periódicos en el baño de la casa de Miraflores, era ejercido por aquel cincuentón al menos, durante un tercio del día.
Su hija, la señorita (señora, según otros rumores del pueblo) Esperanza, que era bastante observadora, y no dejaba pasar ningún detalle de lo que a su padre le ocurría, calculó con más o menos buen tino que aquél señor, acumularía pronto los esfuerzos vanos contra una enfermedad que hacía sucumbir su cuerpo, más el trabajo diario en el que él siempre se afanaba y por lo tanto, para el día Jueves por la noche, aquél hombre de barriga prominente, barba peluda y algunas canas bien marcadas, se entregaría finalmente extenuado y fatigado a los deberes de un sueño profundo y reparador.
Esperanza, a diferencia de sus padres, gustaba ir a la fiesta popular casi diario, con algunas amigas, para arrancarle suspiros a los pobres diablos que querían hacerla suya. Ella, mujer de ojos verdes y claros, no era tampoco paloma blanca, pero sabía escoger sus presas, y con dedicación y paciencia llevarlas hasta la habitación pomposa donde dormitaba, a recoger entre sus piernas la pasión que ella misma sembraba. Ésta vez , el afortunado era Justino, hijo de María, la sirvienta de la casa de Miraflores que Doña Sofía había contratado personalmente por su aspecto limpio y ojos sinceros. Justino era de estatura promedio, un torso marcado por los trabajos del campo, y brazos jóvenes, con manos hábiles para la guitarra, y dedos entrenados en los placeres carnales que aquellos apéndices del brazo pueden brindar a la mujer, e incluso al propietario de los mismos.
Esperanza lo había visto un par de veces, cuando por las mañanas llegaba a la casona a saludar a su madre, María, y se había fijado en él cuando mandado por su madre sacaba agua del pozo, vamos, que el tal Justino no era tan mal parecido, y con tales dotes, Esperanza ya pensaba en deleitarse con su cuerpo a expensas de sus pobre padres quienes veían en su hija a la nueva Teresa de Calcuta.
Un día antes de que Don Nicanor cayera enfermo, Esperanza y Justino se encontraron en el puesto de churros, el mismo que describí hace un rato, conversaron, se lanzaron miradas, caminaron, platicaron un poco más, ella le guiñó los ojos como para informarle de sus intenciones, él le correspondió con otra mirada lujuriosa, bailaron un poco, y decidida la señorita a que Justino entrara en sus aposentos, le pidió que la encontrará el Miércoles en la plaza, debajo de la fuente.
Enterada de la situación tan complicada de su padre, la jovencita partió de la casona a eso de las siete y media hacia la fuente, a informarle a su joven mozo sus intenciones y los términos en que se daría ella a él, esa misma noche, pero después de que se tiraran los cuetes de las doce...
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