MARIO EDGAR LÓPEZ RAMÍREZ
La Jornada Jalisco
La situación que se vive en las riberas del río Santiago ha caído en una dinámica absurda, que revela hasta qué punto puede llegar la utilización de la ciencia como argumento “razonable”, para justificar una irresponsabilidad pública. La exigencia de pruebas científicas que demuestren la conexión entre la contaminación del río y las afectaciones a la salud que sufren las poblaciones asentadas en El Salto, Juanacatlán y otras comunidades ribereñas, es la que demuestra este juego absurdo. Según las autoridades, mientras no se demuestre científicamente dicha conexión, se da por sentado que no es el río el causante de la aparición de cientos de casos de cáncer, leucemias, mal de parkinson, asma, deformaciones, además de otras enfermedades congénitas. Esta es una trampa compleja en la que se ha caído: un discurso que hemos comprado, tanto ciudadanos, movimientos sociales, académicos y periodistas comprometidos con la vida. Es por eso que mucha de la energía de la movilización ciudadana y de la capacidad de comunicación del caso se encuentra centrada en exigir que estos estudios se realicen. Y es que, ciertamente, es razonable que existan los datos y que puedan ser parte de la información para la toma de decisiones. El problema es que esto se ha llevado a límites que paralizan la intervención pública, y no sólo eso, también justifican el trato indiferente e inhumano que las autoridades han dado a los enfermos.
Es necesario sacar de esta trampa de lo absurdo el caso de afectaciones a la salud que se da en el río Santiago. Según la definición de diccionario, todo aquello que es ridículamente incongruente o irrazonable es absurdo. Absurdo es sinónimo de inadmisible, falso, incoherente, insensato, inconsecuente e incomprensible. Lo absurdo surge cuando hay una distancia ficticia, provocada, entre el mundo de los sentidos y la exigencia de los datos. “Me duele fuertemente el corazón, me siento mal”, dice una persona; “demuéstreme científicamente que eso es cierto antes de llevarlo al hospital”, dice el experto que empuja “lo racional” a un punto absurdo y esto revela un discurso de poder impositivo: no actuaré hasta no tener los datos (o hasta que usted no me dé los datos, o hasta que yo quiera sacar los datos cuando crea conveniente). Entonces la persona dice: “tiene usted razón, si la ciencia no lo demuestra, seguramente estoy equivocado”. Minutos después, el hombre en cuestión muere y el experto es premiado por la pureza en el método de investigación aplicado.
El escritor Albert Camus advertía que nuestra civilización, basada en las ideas de la ciencia occidental, como única forma de conocimiento de la verdad, corre siempre el peligro de desear que sea la razón la que explique y unifique la diversidad del mundo, cuando lo cierto es que mucha de esta verdad se comprende, en realidad, por medio de los sentidos: porque son los sentidos los que se experimentan con mayor complejidad e integración, los ritmos de la vida y de la muerte.
En El Salto, Juanacatlán y diversas comunidades ribereñas, como La Huizachera, mucha gente está enferma. Ellos lo viven, ellos lo dicen, ellos lo testimonian a simple vista, lo manifiestan en su piel, en su cuerpo, en su expresión: hay niños que han dejado de ir a la escuela, hay familias que están perdiendo su patrimonio por atender la enfermedad de sus padres, de sus hermanos, de sus hijos. Todos tienen nombre y apellido, todos tienen una historia personal; todos piensan, sin tener los datos, que es la contaminación del río Santiago la que les está causando esta situación que ven multiplicarse con el paso de los días.
Esto debería bastar para que las autoridades actuaran de inmediato en la zona, con el objetivo de revertir la afectación a la salud pública, en un lugar donde la enfermedad está marcando la vida cotidiana (y sin duda, esto llevaría a las propias autoridades, a situar al río como factor crucial). Esto también debería ser suficiente para que los habitantes de la Zona Metropolitana de Guadalajara comprendieran que algo malo sucede a escasos 25 kilómetros de la ciudad. Pero, ¿qué efecto pernicioso está causando en los ciudadanos este discurso público que manipula la ciencia a favor del poder, exigiendo que se demuestre la conexión científica entre contaminación y enfermedad, para entonces actuar y a lo que los ciudadanos respondemos ciegamente: “sí, la necesidad de estudios suena muy razonable, antes de hacer algo”?
En el último número de la revista MAGIS (agosto-septiembre de 2009), publicación editada por el ITESO, se ofrece un fotorreportaje titulado A orillas de la enfermedad, realizado por la fotógrafa Paula Islas, en el que se documentan 12 casos de personas enfermas en la riberas del río Santiago. El trabajo es una muestra de la necesidad que existe de enfatizar la difícil condición humana que se vive en la zona, y de lo absurdo que resulta pedir datos que comprueben lo evidente. Los casos abarcan personas con tumores cancerígenos, sarcoma de Edwin, mieloma múltiple, insuficiencia renal, cáncer de mama y enfermedades de la piel. Todo al lado de un río contaminado al que no ha habido forma de involucrar.
“En 2006 le diagnosticaron cáncer ovárico”, dice este fotorreportaje al referir el caso de una joven de 19 años y continúa: “su tratamiento se realizó en el Centro Médico de Occidente, porque en El Salto y en la Clínica 14 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) no tenían el equipo necesario para hacerle los estudios. Recibió quimioterapia y le extrajeron un ovario. Pide a las autoridades que hagan algo para solucionar la contaminación del río Santiago, pues en temporada de lluvias, si no es el afluente el que hiede desde las ocho de la noche, es la basurera de Los Laureles”. Pero para esta muchacha hay una mala noticia: no hay estudios suficientes para comprobar lo que ella vive, mira, huele y siente todos los días. Por humanidad y por responsabilidad pública, es indispensable sacar al río Santiago de esta situación absurda.
Una sola mirada, diferentes visiones.
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