Aunque no estaba de servicio, días después fue retenido para declarar en torno al caso
Se llama Sandro. Tiene 32 años y es moreno. No muy alto. No muy bajo. Sonríe mucho. Y habla también mucho. No fuma. Antes lo hacía, y demasiado. Se ha mantenido cinco meses sin prender un cigarrillo de tabaco: y la lleva bien. Toma cerveza, aunque prefiere el café. Es casado y tiene hijos. Sufre como la mayoría de los jóvenes adultos de este país la carestía, la falta de empleo, lo difícil de la sobrevivencia, del mantenerse a flote. Pero además de toda esta “normalidad” tiene una historia en su boca, una historia que no le duele, pero que causó heridas indelebles. Una historia injusta, como muchas otras historias de muchas otras personas que, desgraciadamente, nunca se mencionan, jamás se cuentan: historias que se perpetúan en el olvido.
El inicio del conflicto
En 1993, el papá de Sandro buscaba un empleo. Anduvo de acá para allá, de allá para acá. Siempre es complicado obtener un puesto para laborar dignamente. Por fin encontró uno. No muy malo. No muy bueno. Fue en el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso), es decir, en la prisión, allá, en Puente Grande. En 1996, Sandro, con casi 20 años, tenía una novia. Y la quería. Y ella lo quería. Andaba él buscando trabajo porque las ganas de casarse comenzaban a sentirse o más bien, se pensaban cercanas, próximas, no muy lejanas. Su papá le dijo: “¿por qué no en el Cefereso?” Sandro fue allá y obtuvo un trabajo. Inició en el área de cocina. Comenzó a conocer ese mundo de adentro tan distinto al mundo de los de afuera. Supo de la lógica muy particular que se aplica en el penal, de los mecanismos para sobrevivir, de leyes no escritas que se cumplen más que las escritas, de los castigos, de la corrupción existente, de las jerarquías tanto entre los reclusos como entre los custodios, de lo que se debe y no hacer. Laboraban en el penal él, su hermano y su papá, además de una parienta no muy lejana.
Sandro la llevaba bien trabajando en la cárcel. En toda su vida ha sabido adaptarse a los entornos donde se desenvuelve. Quizá sea la sonrisa que siempre acompaña su rostro. O la contumaz necedad de mirar alegrías en los momentos más melancólicos, en las crisis de tristeza más profundas, en circunstancias de desesperación y desatino. Así es Sandro: alegre. Algunos dirían que por naturaleza; él no se cuestiona sobre el asunto. Pasó de la cocina a seguridad externa. Recibió adiestramiento en las artes de defender, de ordenar, de manejar situaciones críticas. Las cosas parecían ponerse felices, ir a buen rumbo: se casó con su novia, tuvo un hijo y comenzó a estudiar la carrera de Derecho ahí, a unos metros del penal, pues la Universidad de Guadalajara y las autoridades del reclusorio establecieron un convenio para que quienes laboraban en el Cefereso pudieran estudiar leyes y tener la posibilidad de una mejor preparación. Llevaba año y medio de haber iniciado cursos en la licenciatura en abogacía cuando sucedió algo que le cambió la vida a él y a muchas personas más: estuvo en el lugar menos indicado el día menos indicado a la hora menos indicada. ¡Sí!: en la prisión de máxima seguridad de Puente Grande cuando Joaquín El Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa, se fugaba. Eso se llama mala suerte. Al menos así lo piensa Sandro.
La fuga según la versión oficial
Mucho se dice de El Chapo Guzmán. Se han derramado borbotones de tinta para describir, explicar, comprender y analizar su fuga, la forma en cómo se llevó a cabo. La versión oficial indica: en la cárcel de máxima seguridad de Puente Grande se había instituido un sistema venal, donde todo se podía siempre y cuando existiera dinero de por medio; el director, los custodios, los cocineros, los lavanderos, los de intendencia, los de seguridad interna y externa, los trabajadores antiguos y los recién llegados, todos, absolutamente todos, estaban corrompidos. Y quien mandaba era un solo hombre: El Chapo Guzmán. Seis meses antes de la fuga, las cosas eran aberrantes; nada se movía si el líder del cártel de Sinaloa no lo autorizaba. Pero no todo era felicidad para el jefe de jefes; había un peligro inminente: la extradición. Por eso precisaba salir, irse fuera, dejar atrás la cárcel.
Esto lo dice la versión oficial. Y quizá algo tenga de cierta. En el libro Máxima seguridad. Almoloya y Puente Grande, el periodista Julio Scherer García menciona: “Durante el confinamiento de Joaquín El Chapo Guzmán, el verano de la corrupción hizo de Puente Grande carroña vil. Millonario hasta la inconsciencia, el narco asesino desquició el penal. Mujeres jóvenes y no tan jóvenes se adentraban en los dormitorios con la naturalidad de un cliente de burdel. El terror acompañó la pudrición”. Zulema Hernández era una de las cinco mujeres que estaban purgando condena en un penal para hombres. Había sido capturada por andar secuestrando gente. Ella era amante de El Chapo. Julio Scherer, en el libro citado, hace públicas algunas de las cartas que el jefe del cártel de Sinaloa le mandaba a Zulema. En una de ellas le prometió el anhelado cambio de penal y la libertad: “Aunque tarde unos días más el traslado lo que a mí realmente me importa más y muy a fondo es resolverte el asunto de la libertad y estoy seguro que será para fin de año, Preciosa este gobierno ya se va y se van a poder arreglar muchas cosas en asuntos no tan sencillos como el tuyo, pero que tampoco no es de lo más complicado. Todo es cosa de $ y como quiera en tratándose de eso yo por tu salida no voy a escatimar ni esfuerzos ni gastos”. La misiva está fechada el 5 de agosto de 2000, cuando Vicente Fox ya había triunfado en las elecciones del 2 de julio; unos meses antes de tomar posesión como el primer presidente de México surgido de las filas del PAN.
¿Cómo fue la fuga de El Chapo Guzmán según la versión oficial? Simple. Gracias al sistema de corrupción implantado y a su poder casi absoluto, el mandamás del cártel de Sinaloa logró, con ayuda de Francisco Javier Camberos Rivera, El Chito (empleado de mantenimiento del Penal), salir en un carrito cubierto por maderas, cables, lámparas y colchas. Como todos sabían que El Chito era cercano a El Chapo, nadie le impidió el paso. Y salió rápido, sin ningún problema, sin que nadie le dijera nada. Así fue como se fugó Joaquín Guzmán Loera. Se dirigieron a Guadalajara. Ahí, en el cruce de la calle Maestranza y Madero, El Chapo le dijo a El Chito que tenía sed. Éste, condescendiente, estacionó el auto, se apeó de él y se dirigió a comprar bebidas. Cuando regresó, el líder de uno de los cárteles más pujantes que ha habido en la historia del país ya no estaba. El Chapo se había fugado dos veces en un mismo día.
El Chito ya no supo nada de quien había ayudado a escapar de la cárcel. Le entró el miedo y tomó consciencia del problema en el cual se había metido. Anduvo prófugo, escapado, se fue para acá, se fue para allá. Regresó y se volvió a ir. Hasta que decidió afrontar las penas venideras y se entregó al Policía Federal Preventiva, en septiembre de 2001. Ésa es la versión de El Chito, así lo contó. La Procuraduría General de la República, en ese entonces liderada por Rafael Macedo de la Concha, la creyó completamente.
Sandro en los días de fuga
Sandro ríe constantemente. Es una risa apacible, de tranquilidad. Quizá es una defensa para contar las injusticias que ha vivido, contar los recuerdos tristes, las impotencias que fueron muchas y que duelen. Desde 1999 él ya era un elemento más de seguridad externa en el penal de Puente Grande: había dejado la cocina atrás. El 19 de enero de 2001 tenía media guardia, es decir, no laboraría desde las ocho de la mañana, sino desde la ocho de la noche. Él no iba a ir a trabajar. Tenía flojera. En la tarde visitó varias librerías del centro de Guadalajara para comprar un libro de derecho necesario en sus cursos de la licenciatura en leyes. Pensar en ir a Puente Grande, en el traslado, el tráfico, en todo, le daba cansancio. Pero la obligación impidió que no acudiera a laborar al Cefereso.
Ese viernes 19 de enero de 2001 había normalidad. Sandro no miraba nada fuera de lo común. Habían ido altos funcionarios por la mañana a visitar el centro. Se había dicho que todo bien, que todo maravilloso, que no existían problemas. Al llegar, a Sandro lo mandaron al Retén A, “el acceso principal para entrar al centro. Ahí se arman los plomazos y eres la primera carne de cañón: eres el primer pendejo que van a volar”. En esa zona todo normal, nada fuera de lo común. A eso de las diez, hicieron cambio de servicio y lo enviaron a Acceso, “la segunda puerta al centro”. Todo, en ese momento, parecía como todos los días: ningún imprevisto. Nada.
A las 11:15 hubo una variación en la normalidad. Dice Sandro: “llega el director y un chingo de camionetas y un chingo de culeros, que dizque eran de derechos humanos o no sé de qué madres”. Pasaron las horas, y nadie salía. Absolutamente nadie. Muchos compañeros de Sandro entraron al penal a hacer una revisión. Ahí las cosas fueron tomando un cariz de “anormal”, de “fuera de lo común”, pero todavía dentro de los límites de lo habitual. Entonces arribó un comandante y le dijo a Sandro: “no dejes salir a nadie, si sale, lo vuelas”. De ahí en adelante Sandro no supo mucho de lo que adentro estaba sucediendo, de lo que estaba pasando, de lo que acontecería después. A las tres o cuatro de la mañana lo relevaron: “A mí me toca, con suerte, irme a descansar al Centro de Apoyo a Seguridad Externa (Case). Nadie me dice ‘te tienes que ir a revisar’. No, nada. Yo llego y me jeteo, mientras todos están chingándole. Yo ni siquiera sabía qué pedo”.
Al levantarse Sandro aseó el espacio donde pernoctó en el Case. Dicha área parecía desierta, como abandonada. Y eso le pareció raro, inusual. No se imaginaba absolutamente nada de lo que a unos metros de donde estaba ocurría. Pidió órdenes y lo mandaron de aquí para allá, siempre en la parte externa del penal. Como a las nueve de la mañana llegó Jorge Tello Peón (entonces subsecretario de Seguridad Pública encargado de los centros federales de reclusión) y demás altos funcionarios federales, junto con varios periodistas. Se hizo una rueda de prensa. Sandro todavía no sabía nada, absolutamente nada. Fue entonces que, a través de un reportero que se comunicaba vía teléfono con una cabina de radio, se enteró: “Acabamos de confirmar la fuga de El Chapo”. Sandro, cuando lo cuenta, ríe, carcajea sorprendiéndose una y otra vez de la forma en que se percató de la fuga de El Chapo: “es en el momento en que nos enteramos yo y un compañero y decimos: ‘no mames’. En mi caso me pongo a pensar, ‘órale, qué mal pedo, pero a mí qué’. No me imaginaba nada lo que vendría después”.
Es sábado 20 de enero de 2001. México, muy de mañana, se enteró de la fuga de El Chapo. En los noticieros se hablaba de la forma en que escapó, de los mecanismos que usó. Hubo muchas dudas; y también declaraciones de los altos mandos federales. El gobierno panista, recién instalado en la Presidencia de la República, comenzaba a ser cuestionado. Mientras tanto, Sandro estaba ahí, adentro, impresionado, pero tranquilo: no había hecho nada. Quedaron enclaustrados él y sus compañeros durante siete días: “nos tocaba salir el sábado. A partir del sábado nos tienen retenidos hasta el viernes”. La justificación era que servían “como apoyo”. No los dejaban ir. Sandro, con la sonrisa que lo caracteriza, menciona que esos días estuvo tranquilo hasta cierto punto: “en el área del Case hay canchas de futbol, en fin, está hasta bonito”.
El viernes, Sandro salió de Puente Grande: “estaba hasta la madre, nomás de pendejo ahí”. Eran como 200 trabajadores los retenidos. Y algunos ya comenzaban a ser detenidos y trasladados incluso al Distrito Federal: “a puros engaños los van llevando para allá: ‘ustedes no tienen problemas, nomás son para las investigaciones, no se preocupen de nada’. ¡Pura pinche lavada de coco!” Sandro no fue detenido. Él estaba cansado. Y sonreía, pensaba en lo bueno, en el lado alegre y feliz de la situación: había vivido una experiencia más, había estado en medio de un embrollo del tamaño del país. Pasó el resto del viernes en su casa, lo mismo hizo el sábado. Disfrutaba su vida de familia. El domingo le tocaba ir trabajar, y “ahí voy yo de pendejo a trabajar el domingo. Y el lunes ya no me dejan salir. Que dizque me retenían para ir solamente a declarar: me llevan a México en avión, a mí y otros ocho compañeros”. El suplicio comenzaba. Y comenzaba despiadado, feroz.
2 comentarios:
interesante, pero decepciona el gobierno. pues le tuvo miedo a las declaracones del chapo.
Una historia llena de verdad,que no alcanza a englobar los sentimientos y pesares vividos por las familias de los detenidos, de las tranzas de aqui, de alla y de las humillaciones vividas, por ver a sus familiares injustamente detenidos.Limitados simpre por largo brazo del poder tan incapaz de actuar a lo que versa.
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