lunes, 12 de octubre de 2009

Corrupción y el poder del dinero rigen el sistema judicial mexicano, dice Sandro


La mayoría de las personas confiaron en nuestra inocencia, señala el ex custodio

Estuvo preso seis años y 4 meses por su presunta participación en la fuga de El Chapo Guzmán

JORGE GÓMEZ NAREDO ( III y Última)

La Jornada Jalisco

Vivir dentro. Sin salida, sin un camino que lleve a una avenida o a una plaza pública, sin una senda que conduzca a las multitudes que, libremente, pululan por las ciudades. La prisión. Estar encerrado. Guardado. Mirando paredes y barrotes. Observando un presente de prohibiciones, de interdicción. Las cárceles están llenas de historias: las más simples, las más complejas, las más divertidas y las más absurdas. Y también las historias más desalmadas, las más brutales y las más injustas. Es la prisión: el cautiverio. Ahí estaba Sandro. No como cocinero ni como custodio, no como un observador de “fuera”, sino como un preso, alguien que vive, siempre, desde dentro. Ésta era la nueva situación, la nueva realidad. Muchas veces los pasos de la vida son rápidos: Sandro pasó de custodio a recluso. Todo, en poco más de un mes.

El Reclusorio Oriente

A Sandro lo acusaron de evasión de preso, un delito que no alcanzaba fianza. A algunos de sus compañeros se les imputó solamente cohecho, lo cual significaba el pago de cierta cantidad de dinero y, después, la libertad. Hubo a los que les fue mal: cohecho y evasión de preso. Y hubo a los que se les culpó de varias infracciones más. El caso es que Sandro había perdido su libertad y estaba lejos de su familia. Podía ponerse a llorar, maldecir el presente, su suerte y al sistema. Pero habría que aguantar, sostenerse, no dejarse caer. Inició el conocimiento de quienes habían recorrido el mismo periplo que él: “nos comenzamos a ubicar entre compañeros, porque muchos ni siquiera entre nosotros nos ubicábamos”.

Las cosas no eran fáciles. Especialmente al principio, cuando los recién llegados al Reclusorio Oriente del Distrito Federal se dieron cuenta que no eran libres, que estaban en la cárcel, que eran “delincuentes”. Sandro recuerda, como quien tuviera esas imágenes del pasado enfrente, nítidas y cercanas: “hubo peleas entre nosotros, broncas. Hubo de todo. Muchos cabrones comenzaron a meterse piedritas, algunos tuvieron problemas familiares, algunos se divorciaron. Imagínate, son cincuenta vidas, cincuenta historias diferentes. Yo solamente puedo hablar desde mi punto de vista”. La esposa de Sandro lo apoyó en todo momento. Y su mamá y su papá y todos sus familiares y no pocos amigos también. Su hermano, incluso, como un acto de protesta, dimitió del penal de Puente Grande: “él, sí renuncia, de plano dice: “chinguen a su madre”. Su papá, en cambio, continúo ahí: hace año y medio se jubiló.

Sandro sabía de cárceles: había estado trabajando en una durante varios años. Pero no conocía qué significaba estar adentro, como preso. Observó rápido la realidad en un penal local: “es muy diferente a una cárcel federal. Hay mucha corrupción, en realidad la corrupción es lo que rifa, es esencial la corrupción. Hay un chingo de drogas, hay un chingo de pendejada y media”. Había que sobrevivir. Pero, ¿cómo? La unidad entre los reclusos acusados de la evasión de Joaquín El Chapo Guzmán fue algo que ayudó. También se borraron las jerarquías: ya no había capitanes ni comandantes ni jefes. Ahora todos eran iguales, o un poco menos desiguales. Los unía el estar ahí, encerrados por el mismo delito. Sandro menciona, mezclando palabra y sonrisa: “perdimos total respeto, o más bien, convertimos ese respeto en amistad. Hice una amistad encabronada con mis compañeros; yo los veo y siento chingón. Yo quiero que estén bien”.

¿Qué actividades hace un recluso en una cárcel?, ¿cómo vive un interno?, ¿cómo pasa el tiempo, ese tiempo de no libertad? Al principio Sandro se aburría. Platicaba con un compañero, después con otro, hacía bromas y reía. Pero, ¿qué seguía?, ¿qué más? Eso lo veían también las autoridades del Reclusorio Oriente: “cuando nos ven que estamos como pendejos y no sabemos qué hacer, nos dan permiso de ir a talleres. Nos dan formas de entretenernos en algo, de trabajar en algo”. Sandro fue a talleres, leyó, hizo “casitas”, hizo “relojitos”, jugó PlayStation y convivió con la gente, además fumó marihuana: “si no es por eso, me vuelvo loco”. Y es que la vida en la cárcel es complicada. Difícil. Traumática. Y más si alguien está ahí por un delito que no cometió.

El apoyo y el olvido

Sandro era culpable de la fuga de El Chapo Guzmán. Él y alrededor de 60 personas más encarceladas en el Reclusorio Oriente. Eso según la versión de la Procuraduría General de la República. Pero muchos no la creían. Para multitud de personas, varios de los encarcelados por la fuga del líder del cártel de Sinaloa eran simples chivos expiatorios, gente que estaba ahí porque la mala suerte existe. Cuando llegó Sandro a la cárcel del Distrito Federal y comenzó a tener contacto con reclusos, custodios y autoridades de la prisión, se dio cuenta que varias personas no creían en lo dicho por el gobierno federal: “casi todo el mundo nos apoya, casi todo el mundo sabe que somos inocentes. Aunque siempre hay el morbo de alguno que otro que te dice: ‘sí, se llevaron algún billetote, no se hagan pendejos putos, no mamen, no puede ser posible: si se llevaron un pinche billetote’. Sí, hubo gente que lo pensó. No puedes hacer nada contra eso. Pero la mayoría de la gente nos trató bien”.

Poco a poco, afuera, el caso de los recluidos por la fuga del jefe del cártel de Sinaloa se fue apagando: los medios de comunicación ya no hablaron del asunto, era cosa del pasado. Y aunque el sufrimiento de los familiares persistía, y había inconformidad y batallas legales y argumentos, el olvido se fue haciendo mayor: insoportable. Así sucedió, por ejemplo, con el autobús que el gobierno del estado de Jalisco proporcionó a los familiares de los acusados de la fuga de El Chapo para que pudieran visitar a sus presos. El camión, al principio, salía todos los viernes; después cada quince días; más tarde cada mes. Hasta que un día ya no salió. La esposa de Sandro iba y venía en él: ahorraba dinero, pues solamente pagaba 150 pesos por el viaje redondo. Ella sabe lo difícil que fue, las lágrimas derramadas.

La cárcel tiene sus propias reglas: las escritas y las no escritas, las que se violan constantemente y las que se respetan. También hay una economía especial. Sandro la describe en pocas palabras cuando se le pregunta cómo se consigue dinero en el penal: “el dinero te va a llegar por medio de la visita. La principal entrada es lo que lleva la familia, la cual da dinero a la gran mayoría de internos. Ahí hay tiendas y un mercado ilícito donde obtienes cualquier cosa. Ahí consigues todo, lo que sea: televisiones, radios, grabadoras, de todo. Hasta hornos de microondas se consiguen, pero cuestan bien caros y para qué chingado quieres uno”. La violencia también se da. Hay armas. Aunque no todo el mundo las trae, pues “son una bronca”. Sandro reflexiona sobre el asunto: “tienen [armas] los güeyes que se sienten inseguros, que sienten que les quieren llegar, o los que se quieren manchar. Ésos güeyes van a traer armas”. En la cárcel se conocen historias de hazañas y de yerros, historias de muchas vidas, de dolor y alegría, de sinsabores y lamentos. Gente que afuera era líder de alguna organización delictiva, “pesos pesados”, muchos que habían robado, otros que habían matado. Sandro dice: “adentro hay gente manchada”, y también “cabrones que les sale el tercer huevo porque tiene una pistola en la mano”. Y claro, adentro también hay gente inocente y honesta. Gente con mala suerte.

Lo importante adentro es entretenerse: que no mate el aburrimiento, porque la muerte que éste provoca es letal. Tiempo después de que Sandro ingresó al Reclusorio Oriente, se echó a andar un programa para la readaptación de primodelincuentes. Araceli Barrios Quintero, la encargada de dicho proyecto, habló con seis de los jóvenes que fueron recluidos por la fuga de El Chapo Guzmán. Sandro recuerda lo que les propuso: “lo que quiero es que me apoyen en echar a andar este desmadre; nosotros sabemos que ustedes son servidores públicos, que no son delincuentes, que estaban trabajando y haciendo sus labores. ¿Qué les voy a dar a cambio? La oportunidad de estar en este programa: así de simple”. Y aceptaron. Pronto, Sandro se convirtió en un promotor de la cultura y el deporte al interior del penal. Todo marchaba bien, tan bien que el programa se cambió en 2003 a una edificación recién construida en Santa Martha: el Centro de Readaptación Social Varonil (Ceresova). Ahí solamente ingresarían menores de treinta años capturados por primera vez. Pero a Sandro y a sus seis compañeros, el director del Reclusorio Oriente les negó el traslado: habían cometido un delito federal. No podían irse.

Nuevamente Sandro regresó a ir de aquí para allá. Conoció a gente “pesada”, incluso, dice contento, sonriendo, casi ufano: “me la llevé bien con ellos”. Sandro sabe que la vida puede cambiar en un día. Que se puede transformar para siempre en unos cuantos minutos. Y así sucedió: “estaba jugando un ajedrez, cuando me dicen: ‘ya te vas’. Y yo digo, pues ¡vámonos a la chingada! Y me voy a Santa Martha”.

En Santa Martha

El Ceresova de Santa Martha Acatitla fue inaugurado por el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, en marzo de 2003; en octubre de ese mismo año ya estaba en funciones. La intención fue que dicho centro fungiera como el lugar donde se consolidara el Programa de Rescate y Reinserción de Jóvenes Primodelincuentes, a cargo de la maestra Araceli Barrios Quintero. El Ceresova pretendió ser un verdadero centro de readaptación juvenil. Las autoridades del Distrito Federal lo describen de la siguiente manera: “el centro cuenta con una arquitectura tipo panóptico, distribuyendo a la población en 4 edificios, cada uno con cancha de básquetbol, comedor, tienda, baños generales y un distribuidor de alimentos”. Sandro lo recuerda casi igual: “está bien light, está bien chingón el pinche centro. Estamos diciendo que un área tiene su propio dormitorio y su propia área de visitas bien conchas, unas palapas bien bonitas. Parece día de campo. Está bonito, está chingón”.

En Santa Martha, Sandro fue gestor cultural y deportivo. Organizaba, junto con un equipo de internos, torneos de fútbol, básquetbol, voleibol, béisbol, box y hasta de fútbol americano. Instó a las autoridades para que consiguieran donaciones de las universidades públicas de la ciudad de México y de empresas privadas. Sandro se siente hoy orgulloso de su labor en Santa Martha: “yo prácticamente soy el que comienza la estructura de cultura y deportes en este centro”. Dirimió conflictos entre internos, apoyó equipos deportivos, formó una biblioteca y un libro club, fungió como maestro de ceremonias, gestionó uniformes y trofeos para los diversos eventos deportivos, incluso organizó un equipo editorial e hizo una publicación: “con otros dos compañeros echamos andar lo que es la Gaceta del centro, donde se promocionaba la cultura y los deportes”. Logró algo fundamental en la cárcel: divertirse: “todo esto lo hice por hacer algo. No recibí nada a cambio. Más que nada fue para entretenerme, para pasar el día, para sentirme ocupado”. Sandro, con su sonrisa de todos los días, su camaradería y su fácil palabra, logró adecuarse a las circunstancias. Él aprendió algo importante: “saberse adaptar a las condiciones del sistema”. No lágrimas, no depresión, no intentos de suicidios ni cambios radicales en el carácter, no peleas absurdas ni agresiones. Simplemente pasarla bien, aclimatarse a las condiciones, por muy injustas y adversas que fueran.

La sentencia y la liberación

El sábado 1 de julio de 2006, en todo México se hablaba de elecciones, de elecciones y de más elecciones. No había cabida para otro tema. Felipe Calderón había hecho una campaña electoral sucia en contra de Andrés Manuel López Obrador. Había división en la sociedad, riesgo de inestabilidad política y, a pesar de todo, muchas ilusiones: gente que pensaba que por fin la izquierda se haría con la Presidencia de la República. Esperanzas. Las elecciones eran el tema, el único tema. Fue el 1 de julio, un día antes de los controvertidos comicios presidenciales, cuando el juez cuarto de distrito sentenció a los custodios implicados en la fuga de El Chapo Guzmán. Las notas saldrían publicadas (si acaso se publicaban), en pequeños espacios de los periódicos de circulación nacional. Las televisoras y las radiodifusoras ni se fijaron en el asunto. Sandro fue castigado por el delito de evasión de preso con seis años y cuatro meses de prisión. Cuando recibió dicho fallo, llevaba ya en la cárcel más de cinco años. Sandro cuenta algo de la desesperación: “antes de la sentencia estás así como que medio en el limbo jurídico, no sabes qué viene, ni cuándo ni pa’ cuándo. Estás en el proceso, un proceso que no tiene fin, que no sabes cuándo se va a acabar, que tú quisieras que ya ya ya y nada nada nada. Exiges ‘quiero sentencia, quiero sentencia, quiero sentencia’ y nada nada nada. Ya chíngame con lo que me vayas a chingar, pero ya chíngame”.

Después de conocer la sentencia, las circunstancias cambiaron: “ya sé que en once meses me voy a la verga, ya sé que en once meses a chingar todos a sus madre, yo creo que a partir de ese momento hay cambios: hay otro tipo de espera”. Sí, la espera que tiene fecha, la espera que llega a un fin. Sandro comenzó a delegar sus funciones: solamente se quedó como encargado de la gaceta del Ceresova. Y pensó en la salida, en la liberación, en volver a recorrer las calles, en estar en Guadalajara: en ser libre. La espera lo llenaba todo: lo demás se volvía prescindible: “me valía madre. ¿Por qué?, ‘¡porque ya me voy, a chingar a su madre, ya me voy!’. Es el sentimiento, el sentimiento que se tiene en ese momento antes de salir”.

Sandro por fin fue libre. Después de seis años y cuatro meses, recobró el andar por donde le viniera en gana. Lo esperaban su esposa y su hermano. Ese mismo día partieron a Guadalajara: volver, retornar, regresar: “me recibió un pinche pachangón chingón”. Encuentra la misma ciudad, pero distinta: “la ciudad es otra ciudad”. Hubo un proceso, nuevamente, de adaptación. Dice Sandro que su esposa seguramente pensó: “ahora tengo este cabrón aquí, ¿qué pedo?” Nuevamente convivir con los hijos, conocerlos y compartir. Regresó a la escuela: “de plano entendí que lo mejor y los más conveniente sería comenzar desde un principio todas las clases para entenderle mejor”. Seis años no fue poco tiempo. Pronto vinieron el trabajo y la rutina, una rutina en libertad. Sandro sonríe cuando describe su retorno. El pasado, ahora, es eso: pasado, recuerdos y experiencias. Y también una mala jugada de la vida.

Una historia más de este país

¿Cuántas historias se callan?, ¿cuántas injusticias quedan encerradas en las lágrimas?, ¿cuántas iniquidades se soportan sin decir palabra, sin mediar voz alguna? ¿Cuántas? Sandro estuvo seis años y cuatro meses en la cárcel. Él sabe que no fue culpable, que fue un chivo expiatorio. “La mala suerte”, argumenta; pero también se sabe víctima de un sistema injusto, un sistema regido por el dinero y por la corrupción. Es una historia de este país, de México, una historia injusta, como muchas otras historias de muchas otras personas que, desgraciadamente, nunca se mencionan, jamás se cuentan: historias que se perpetúan en el olvido.

Una sola mirada, diferentes visiones.

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