En el Dval
El suelo, un mosaico frío y grisáceo forma parte de un café. El lugar perfecto para comenzar una charla. Las mesas se parecen entre sí. Todas, cada una de ellas, están adornadas con lo más indispensable para un buen comensal: su azucarero para endulzar el café y a solo unos centímetros, el cenicero, dispuesto a recibir las cenizas de un cliente que buscara el lugar indicado para satisfacer esa necesidad, de transportar el humo hacia los pulmones y solamente dejarse llevar.
Todos observan detenidamente hacia un punto estratégico. Unos miran hacia su platillo, otros hacia las fichas del ajedrez. Más allá, en la mesa del rincón, otro más plática con su acompañante, en una charla, que por sus movimientos parecieran estar hablando de alguna batalla interesante, que los dos pasaron juntos, hace más de 20 años. Cuando solo ellos, los mejores amigos, peleaban contra los niños de su clase, afuera de la Escuela Urbana 392, que tenía fama de ser una escuela, para niños que no podían comportarse debidamente en el salón.
Todo eso y más suele ocurrir en una charla de café. Pues es el momento exacto, para que la gente se reúna, charle, deje sus problemas y ocupaciones en otro mundo y se disponga a disfrutar de un dulce y rico café.
Cesar Huerta
Una sola mirada, diferentes visiones.
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