Me gustan las nubes. Yo no sé si me gusta el contraste de colores, entre un azul pálido, un rojo encendido, un verde diáfano, y una sucesión de escalas de grises, o bien un blanco que lastima la vista. O me gustan más las formas pomposas, accidentadas, violentas, que emergen en columnas imprecisas y se materializan sobre corrientes benignas o se desgranan en montecitos de varios tamaños sobre portentosos torrentes que se precipitan sobre la horizontalidad de la tierra. A mucha gente le gustan las nubes, les buscan formas curiosas: un viejo hablando, un conejo, una vaca, un pariente cercano, el cabello revuelto de alguien, una sombrilla, un barco, un naufragio; la lista de proyecciones continúa. Yo no le busco forma a las nubes, prefiero verlas en su indefinición, después de todo, me gusta pensar que darles forma es como negarles su derecho a ser nubes, obligarlas a ser algo que no son, es nuestra manera de apoderarnos de su dominio. Pero no culpo a quienes les ponen nombres de cosas, está bien, cada uno se enamora en la forma que uno gusta, yo me enamoro de ellas, ellos de lo que ven en ellas. Me fascinan las nubes, incorpóreas y visibles, incontenibles y cambiantes, escurridizas, abyectas, mutiladas, encontradas, apartadas, solitarias, inalcanzables, sobre todo inalcanzables...como tú, inalcanzables.
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