Policía de Mérida por eit1mx @Flickr |
Fernando Pech intenta
despertar. Sus gruesas e inclinadas pestañas forman una jaula que se
encuentra sellada al exterior, casi se puede imaginar el ruido que
hacen al chocar unas contra otras durante la separación. El intento
no dura mucho, la única ventana de la habitación filtra una luz
blanca que anuncia una hora entre las ocho y las diez de la mañana.
El hombre ha cometido la imprudencia de mirar directo a la ventana.
Mueve su cuerpo pesado, corpulento, setenta kilos rotando sobre un
eje que bien podría ser su pie izquierdo, la raída sábana procede
a resbalar en unos lados y a enroscarse en otros. Completada la
operación, exhala. El aliento anuncia los estragos de la noche
anterior: muchas más cervezas de las tolerables, botanas, un cierto
sabor a chile, sal, limón, un resquicio de algo que bien podría ser
tequila barato, o alcohol mezclado con agua, ciertamente no hay
indicios de algún licor dulce. Se relame los labios buscando sabores
dulces que recuerden algunos labios de la noche anterior, nada, sus
esperanzas se desvanecen al advertir el sabor salado del sudor, y una
nueva mezcla de los hedores que desprende su aliento. Se rasca el
pecho, mientras piensa que ha sido otra noche en vano. Su prominente
abdomen ruge y su cabeza late a intervalos irregulares y bastante
molestos, no obstante las repeticiones nunca tardan más de diez
segundos en sucederse. Es curioso lo que una persona puede pensar a
estar hora de la mañana, o momento, en el que uno se promete
despertar y el cuerpo se promete dormir, Pech viaja hasta su primera
juerga, en especial, al primer dolor de cabeza después de esa noche
de juerga. Pech recuerda que el dolor era tan insoportable que se
puso a rezar a la Guadalupe para que lo apartara de él y a cambio,
el dejaría la bebida. Como es previsible, ni una ni otro se hicieron
caso, tal vez ambos se tomaron por locos, o por embaucadores y para
celebrarlo o demostrar que aquello no le afectaba en lo más mínimo,
quince días más tarde a penas repuesto del regaño que su madre le
había propinado, brindaba por la Guadalupe en El Siete Mares. Este
pensamiento lo hizo reír y bostezar.
Intentó por segunda
ocasión abrir los ojos y esta vez tuvo éxito. La pared blanca le
daba a la habitación una tonalidad azulada mucho más tolerable y
sus ojos se adaptaron en cuestión de segundos. Sentía su cuerpo
grasoso y fresco a la vez. Era perfecto que aquella mañana no
tuviera que ir a trabajar, no es que odiara su trabajo, ser policía
siempre le había gustado, sobre todo en esta ciudad. Mérida, se
caracterizaba por ser una de las ciudades más seguras del país, una
isla en un territorio sumido en la guerra y si para la opinión
pública Mérida era algo como un oasis, para los meridenses el Norte
de la ciudad venía a ser como un paraíso de las clases medias y
altas. A Fernando todo esto le importaba un bledo, sólo sabía de
sus conversaciones con un par de colegas de otros estados donde la
cosa si había estado fea. Mientras ni toquemos al narco, o el narco
no nos toque, prefiero seguir resolviendo chismes del vecindario,
pensaba.
Un sonido familiar lo
sacó de su letargo, su celular. Se sentó en el borde de la cama y
alargó el brazo hasta su mesa de noche para tomar el aparato. El
cuerpo frío del viejo Nokia le pareció molesto, había un mensaje
nuevo: “Fer el Cuña se reportó enfermo o buscas a alguien más o
vas en chinga”. A Fernando sólo le bastó comenzar a leer la
palabra enfermo para comenzar a proferir maldiciones, no era para
menos, éste era su primer sábado libre en un mes y el Cuñado,
aquél cabrón seco e inútil se había vuelto a enfermar, era la
décima vez en el año. Para peor, el rencor de Fernando contra el
Cuñado crecía porque era recomendado y no se le podía tocar, de
hecho, sospechaba que sus continuas faltas por enfermedad eran
producto de resacas, como la que padecía él ahora. Se levantó de
la cama con algunas precauciones y de mala gana acercó una silla a
una mesa de plástico. Tomó la libreta amarilla que se encontraba
ahí y comenzó a hojearla, marcó algunos números, hizo algunas
llamadas, pero no tuvo éxito, no contestaron, o estaban ya en
servicio, nadie podía suplirlo. Golpeó fuertemente la mesa con su
puño de forma que el objeto y su contenido se elevaron unos pocos
milímetros. El celular resbaló de su mano y cayó en el piso,
volvió a sonar: “Fer, ya va Chango por ti urges allá”, habían
pasado treinta minutos del primer mensaje. “Urges aquí”, le
causó gracia, que podría realmente urgir en este día y en esta
colonia. Era cierto, la Carrillo Puerto no tenía fama de ser una
colonia de ricos, tampoco de ser una colonia sin nota roja, pero en
los últimos meses, como en los últimos años todo se reducía a una
serie de crímenes de fácil solución que al final quedaban atorados
en la burocracia. En eso consistía su trabajo, en hacer que los
crímenes sencillos quedaran atorados en el aparato de la justicia y
eventualmente atrapar a uno que otro ladrón de mil, porque el monto
de lo robado no excedía de esta cantidad. En sus siete años
trabajando al frente de la Comandancia del Departamento de Policía
de la Carrillo Puerto había tenido la oportunidad de asistir a dos
crímenes pasionales, un par de rumores sobre pervertidos que nunca
acababan por esclarecerse, tres desalojos de casa habitación, apoyar
durante un cateo, alrededor de veinte robos de más de diez mil pesos
e inumerables que no excedían los cinco mil. De estos últimos, el
botín consistía casi siempre de alguno de los siguientes artículos:
televisión, refrigerador, llantas, espejos, bicicletas, triciclos,
macetas, ropa, dinero en efectivo, computadoras, cadenas, alhajas,
tazones chinos, floreros persas (ambos de imitación) y un muy largo
etcétera. Con una mueca de profundo enojo se levantó y se metió al
baño contiguo, el agua tenía una temperatura de agradable y le
ayudó a terminar de despertar. Se metió a la pequeña cocina con
una toalla en la cintura y sacó del frigobar una barra de baguette
dura, la partió y armó una escueta torta de jamón que acompañó
con un café barato y muy malo. Era para lo que alcanzaba. Desayunó
mientras se vestía.
La patrulla 65 llegó
treinta y cinco minutos más tarde, después de hacer una parada
obligatoria en el puesto de cochinita de la esposa del Chango y sonó
la bocina dos veces. Fernando tomó su maletín de trabajo (o lo
que quedaba de él después de sobrevivir cinco años sin lavarse),
se miró en el espejo y acomodó su gorra, “¡Lets gou!” se dijo
como para convencerse y salió. Chango esperaba afuera, su tez oscura
y rasgos toscos recordaban a un gorila, no era precisamente muy
inteligente pero era famoso por sus chistes bastante machistas aunque
buenos y su puntualidad envidiable, había ganado el premio por
puntualidad tres años seguidos.
—¡Comandante,
Buenos días! —
el
sonido del motor se encontraba en el fondo y se confundió con la
cerradura de la puerta
—
Buenos días Pacheco ¿Como andamos?
—
Bien mi jefe, chambeandole —.
Dijo mostrando una sonrisa franca que se antojaba un poco pícara
—
¿Que sucede Pacheco? —
abriendo la puerta de la patrulla
—
Nada, volvió a faltar el güero —.La
patrulla comenzó a moverse, sorteando los baches del camino.
—
Ese pendejo, no sirve para nada
—
Así es mi jefe, pero ya ve, es niño de papi
—
Que le vamos a hacer...
—
Se le ve cansado —. ¿No había nadie más?
—Nadie,
me huyen, le huyen al trabajo
—
Gente floja, por todos lados hay
—
Y a mi me joden. — ¿Que urge tanto que te mandaron por mi?
—
Robos y más robos, ¿Como que ya son muchos?, ¿no le parece? —.
Mirando como si insunuara que la reciente ola de robos era algo mucho
mayor que sólo una serie de sucesos al azar. La idea, reflexionó
rápidamente Fernando era tentadora, después de todo uno podría
creerse el tal Sherlock del que hablaba la gente, o como en esas
películas donde una sola persona descubre que existe un patrón en
lo que a primera instancia es una serie de momentos totalmente
aleatorios.
—
Naaaa, no lo creo, estas cosas pasan, lo que jode es que me paren
sólo por estas tonterías — con una sonrisa condescendiente por
haber identificado la necesidad del Chango por pertenecer a algo más
grande que andar cazando raterillos o niños traviesos. El Chango le
devolvió la sonrisa — ¿Cómo cuanto robaron ahora?
—
Pues, no estoy muy seguro, parece que por persona son alrededor de
seiscientos pesos —. Con tono desinteresado y la vista en el
camino
—
¿Por persona?
—
Así es mi jefe
—
¿Cuantos están en la comandancia?
Los
ojos del Chango volvieron a animarse y la sonrisa se le escapó por
las comisuras de los labios al escuchar la pregunta.
—
Unos quince... veinte quizá
—
¡Veinte!
—
Más o menos, todos ocurrieron anoche, todos entre las tres y las
seis de la mañana —. Y agregó en tono triunfal — ¿Tons que?,
¿puritita casualida?
—
Ya no parece tanto, ¿cuanto es el monto de cada uno? — incómodo
por sentirse engañado por una inteligencia inferior.
—
Varía, van de los trescientos a los seis mil, una televisión
La
cabeza de Pech estaba ahora mucho más dispuesta a pensar y comenzó
a retroceder hasta los números del reporte del último mes.
Recordaba que los robos a casa-habitación habían aumentado
considerablemente, se habían reportado un total de veinte robos de
distintos objetos. Sin embargo, en las calles, los rumores de robos
no reportados habían venido creciendo desde el año pasado. Primero
eran objetos sin valor aparente, en algunos casos meramente
sentimental, pero el monto había ido aumentando. El Domingo pasado
su hermano junto con su padre se dispusieron a inventariar las cosas
que la gente había perdido, eran ya alrededor de doscientos
cincuenta objetos. Afortunadamente para Fernando, el poder de la
burocracia había mantenido las cosas en control, es decir, los
oficiales a su cargo estaban trabajando, aunque trabajar significara
esperar las órdenes para iniciar las investigaciones
correspondientes. La burocracia había rechazado el 85% de las
declaraciones por faltas de ortografía, manchones en las orillas,
“falta de datos”, entre otras razones cada vez más
incompresibles como “exceso de tiempo en la pila, redáctela de
nuevo por favor”.
—
¿Que piensa jefe?
—
Nada, que tal vez tengas razón, pero por ahora sólo podemos
levantar las declaraciones y enviarlas, nada más
—
Ni modo, seguiremos sin ver acción —. Y agregó convencido — yo
creo que ha de ser el Barrabás, ya no deberíamos soltarlo
Las
soluciones simples de la mente del Chango eran bastante molestas,
siempre guiadas por un desprecio ya irracional por los delincuentes.
—
Por más, el Barrabás es un pobre pendejo borracho, no creo que haya
podido entrar a veinte casas anoche
—
quince
—
¡las que sean!
—
Tiene usted razón comandante —. Con un tono más serio. Y agregó
alegre — Ni modo, a hacer papelitos
El
Chango estacionó la patrulla frente a la comandancia, el Sol de las
nueve y media de la mañana le daba al cielo un tono azul bastante
playero, la ciudad había cobrado vida desde hacía un par de horas y
la gente caminaba tranquila hacia y desde el mercado de Chuburná, el
ambiente desprendía un aroma a tierra húmeda, el olor natural del
trópico. Fernando bajó del auto y cruzó la calle, conforme
caminaba sus fosas nasales se llenaban con una mezcla a distintas
proporciones de tierra, asfalto y humedad de oficina, cada paso hacía
que el último componente de la fórmula ganara presencia. Finalmente
frente al edificio y a punto de abrir la puerta de la pequeña
comandancia, un olor a papeles viejos, sudores, alimentos grasosos y
desodorante barato le asaltó por completo, su rostro se ensombreció
y miró de nuevo a la calle, una señora pasaba con un par de tomates
rojos, quiso quedarse con esa imagen, como una promesa de lo que
habría sido su sábado y que ya no sería, atravesó el umbral de la
puerta.
—¡Comandante,
Buenos días! —. gritó la voz jovial de la secretaria, sus ojos
risueños desentonaban con el aire viejo y rudo de aquella sala, a
Fernando le habría gustado haber despertado con estos ojos en su
cama, u otros. En última instancia le hubiera gustado despertar con
el cuerpo joven de una mujer a su lado, pero eso ya era una fantasía
lejana y absurda. Respondió con una sonrisa muy desanimada y la
joven continuó — El inspector le está llamando desde temprano,
como no vino el güero, no hay quien atienda a la gente —. Los ojos
del comandante recorrieron la habitación, la mayoría eran personas
de veinte a treinta años, pero habían una señora de unos setenta y
una pareja de ancianos de sesenta. También advirtió que la mayoría
eran mujeres de abdomen poco plano pero que estaban dos jóvenes de
ojos despiertos y curvas generosas y alrededor de tres hombres de
mirada ruda. Todos, a excepción de los tres hombres, lo miraban con
expectación. Sería una mañana pesada se dijo y entró a su
despacho arrastrando los pies, ya en el umbral y antes de cerrar la
puerta dijo a la secretaria — Traigame un café, cargado, sin
azúcar, y después que pase el primero —. Se hizo el bullicio
mientras la delgada puerta de triplay se cerraba lentamente.
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