Esta es mi primera entrada en este blog. Quiero compartir el primer cuento que escribí, es bastante personal pero lo haré como agradecimiento por invitarme. Un poco de contexto: este cuento solo lo he leído un par de veces (supongo que entenderán porque), la primera fue cuando lo escribí y la segunda para una pequeña revisión y edición. Aquí lo dejo:
Mi abuelo
Por Carlos Riancho
Recuerdo muy
bien a mi abuelo, mantengo una fotografía suya enmarcada en mi escritorio.
Recuerdo muy
bien las tardes de verano que pasábamos juntos limpiando la piscina, a la cual
posteriormente entraríamos juntos a refrescarnos del caluroso clima.
Cómo olvidar la
casa en la que vivía, cerca de la plaza de toros a la cual nunca pude asistir
con él. Supongo que las corridas no eran de su agrado, nunca le pregunté.
Vivía en una
casa amplia de un piso. Al entrar podía ver uno la sala y el comedor. Recuerdo
las sillas de madera pintadas de negro alrededor de una mesa redonda con una
cubierta de cristal.
Cuando era un
niño, todos los años en navidad instalábamos un nacimiento en un rincón de la
sala. Mi abuelo apilaba un par de cajas, a veces hasta tres, y las cubría con
un papel gris de una textura fibrosa lo cual daba el aspecto de tierra. En el
nivel inferior del nacimiento colocaba un pequeño espejo en posición horizontal
que luego cubría de un papel azul transparente para simular un pequeño lago.
En el nivel
superior colocaba el pesebre en el cual, según la tradición, nacería el niño
Jesús. Recuerdo como adornábamos el nacimiento con una inmensa variedad de
animales de arcilla. Desde vacas, flamingos, pequeños peces en el lago, perros,
gatos, patos, y muchos otros. Una vez me llevó a la plaza en la que compraba
esas figuras de arcilla y quede fascinado por la variedad y belleza de cada
una. Siempre quise regresar con él. Nunca pude.
Ansiaba
construir el nacimiento con él y jamás iniciaba sin mí. Era un ritual hermoso,
íntimo.
Cuando mi mamá
me regañaba en casa de mi abuelo yo corría a su hamaca y me acostaba sobre él,
fingía dormir. Podía escuchar a mi abuelo decirle a mi mamá “Ya se durmió,
tendrá que quedarse a dormir aquí hoy” y mi mama accedía a pesar de que ambos
sabían que yo estaba fingiendo. Recuerdo perfectamente su voz.
Recuerdo muy
bien que la casa tenía un amplio patio en el cual, en la parte más alejada de
la casa, había un pequeño jardín con unos cuántos árboles, entre ellos uno del
que bajaba limones de vez en cuando.
En este jardín
mi abuelo me enseño a colocar trampas para tortolitas. Unos curiosos pajaritos
de color café y partes grises con las alas adornabas de retazos negros.
La trampa
consistía en una pequeña jaula de madera con barrotes de metal. Colocábamos en
el centro de un poco de pan y la plantábamos en el centro del jardín. Recuerdo
que revisaba constantemente si algún pájaro hambriento y despistado había
caído. Jamás lastimábamos a los pájaros, los soltábamos después de atraparlos,
era una simple travesura.
En el patio de
la casa había una piscina, no es la misma de la que les hablé hace un momento
pero en esa igual nos metíamos a bañar para quitar el bochorno producido por el
exceso de calor. Recuerdo que jugábamos con pequeños barcos de plástico
mientras esperábamos que el agua alcanzara su tope aún con nosotros dentro de
la piscina.
La piscina de la
que les hable al principio estaba en la otra casa de mi abuelo. Una casa que
solía visitar continuamente cuando quería estar solo para leer y para practicar
una de sus grandes pasiones: la jardinería.
Llamaba a esta
casa “La Maya” por la colonia en la que estaba ubicada. Era una edificación
pequeña pero con un terreno muy amplio. En el terrero había arboles de mango,
naranja y otras frutas, recuerdo como bajábamos mango cuando aún estaba un poco
verde para sazonarlo con chile y limón para comer. Los limones los conseguíamos
ahí mismo.
En La Maya había
un pequeño estanque en la parte de atrás. Lo visitábamos cada temporada de lluvia
y recogíamos pequeños renacuajos que se criaban ahí.
Esos fueron mis
primeros encuentros con los ciclos de la vida. Todos los años era testigo de
cómo pequeño seres parecidos a peces iban transformándose. Primero les salían
las patas traseras, luego las delanteras y poco a poco iban perdiendo la cola
hasta transformase en diminutas ranitas. Me fascinaba. El flujo del tiempo es
algo en lo que aún puedo cavilar por horas.
Justo en el camino
que llevaba a la piscina había una roca. Por supuesto que no era cualquier
roca, de lo contrario no estaría hablándoles de ella. Ésta tenía la forma de un
pez que levantaba la cola hacia el cielo como si estuviera siendo parte de una
danza artística, me intrigaba cómo y dónde la encontró mi abuelo. Era hermosa.
Recuerdo muy
bien a mi abuelo, desde muy corta edad me acercó a la lectura comprándome
libros de dinosaurios. Libros con dibujos coloridos y descripciones amplías
sobre las bestias que dominaron la tierra muchísimo antes de que la raza humana
diera los primeros pasos.
Fue gracias a
estos libros que mis maestras de kínder se quejaban (o solo comentaban, nunca
sabré) de que nunca paraba de hablar de dinosaurios. Adoraba la película de
Jurassic Park, en ese tiempo solo existía una y, como ya habrán adivinado, mi
abuelo la compró para ver juntos. Al verla por primera vez actué como si no
tuviera miedo junto a él, acostados en hamacas continuas y con las luces
encendidas. Nos reíamos cuando el Tiranosaurio Rex atacaba los indefensos
coches de los humanos. Años después, ahora que pienso en esa noche, puedo darme
cuenta de que él sabía que por dentro sí le temía a ese enorme dinosaurio pero
jamás llego a saber que su presencia era la que me daba seguridad y confianza.
Jamás se lo dije.
Cuando cierro
los ojos puedo ver claramente que grabó para mí las primeras películas de Star
Wars, las únicas tres que había en ese tiempo. Las grabó en aquellos Beta que
ahora han dejado de existir. Su último obsequio antes de fallecer
repentinamente fue algo de dinero. Con ese dinero me compre las mismas
películas en DVD y ahora se encuentran entre mis posesiones materiales más
valiosas. Para mí son un símbolo de su amor y dedicación.
Mi abuelo
alimentó mi mente. La llenó de dinosaurios, naves espaciales, piratas y demás
construcciones fantasiosas de la humanidad, la llenó de la naturaleza: su flora
y su fauna. Llevó mi imaginación a un nivel estratosférico y se aseguró de que
el niño en mí jamás muriera. Nunca he recibido un regalo más grande.
Amaba la música
clásica. Conducía un Sentra gris del cual no recuerdo el año pero si recuerdo
que siempre contaba con cassettes de música clásica. Era muy pequeño para
recordar nombres y piezas completas pero recuerdo sus explicaciones: “Este es
un vals” o “Esta pieza es muy animada”. Me gustaría decirle lo mucho que pienso
en él cuando escucho el mismo género de música. Ahora podría aprender más de
él.
Un día,
alrededor de Abril, fue internado en el hospital por un golpe menor, no
recuerdo con exactitud pero sé que no era algo grave, ni cerca de serlo.
Un par de días
después mi mamá y mi papá fueron a visitarlo, yo no fui. Me contaron que lo
vieron muy animado con la jovialidad característica en él. Pronto saldría y
sería como si nada hubiera pasado.
Al día siguiente
de la visita me encontraba en la escuela, revisando mi mochila cuando la
prefecta se acercó y me dijo “Vinieron a buscarte, tienes permiso para salir”.
En ese momento supe que algo le había pasado, fue instantáneo. Un sentimiento
que algunos podrían clasificar como una revelación divida, sé que fue producto
de la mera intuición.
Al bajar las
escaleras y llegar al vestíbulo me encontré con mi padre que tenía una
expresión seria, fría. Asustado, le pregunté por mi abuelo y me respondió, con
la voz más serena que le permitieron los sentimientos: “Falleció a las 6 de la
mañana” y no pudo terminar la frase sin que se le rompiera la voz. Escuchar a
mi papá llorando me ha dejado un gran impacto, me partió el corazón.
No lloré en el
camino al hospital. Los árboles, las personas, los coches y en general los
colores que siempre me gustaba observar cuando iba con mi abuelo en el coche
ahora eran distintos tonos de gris. ¿Por qué sonreía la gente de la calle?
Finalmente llegamos
al hospital y me deshice en llanto al verlo, parecía tan tranquilo, como si estuviera
durmiendo. Pero yo sabía que no era así. Lloré el resto del día. Y al día
siguiente.
Mis padres
forman el matrimonio más sólido que conozco y son ellos los que me hacen creer
que el amor verdadero existe y está esperando, pero mi tía, la hermana de mi
mamá, no fue tan afortunada. En medio de problemas en su matrimonio tenía que
luchar para salir adelante con 3 hijas pequeñas y mi abuelo hacía hasta lo
imposible por ayudarla, al final el estrés pudo más que su corazón.
Siempre
recordaré a mi abuelo como el hombre que fue y más aún, lucho por ser el hombre
en el que quería que me convirtiera.
Esa navidad no
hubo nacimiento en su casa, hacía mucho que había dejado ese ritual a un lado.
Supongo que en la prisa por crecer olvidé los pequeños detalles que me fueron
definiendo desde niño y el amor que dejó una gran marca en mí.
El sentimiento
de frustración, el dolor que sientes hasta en los huesos, la rabia e impotencia
al perder a un ser tan querido. Tantos sentimientos emanando por una sola causa:
nunca me pude despedir de él. Tuve la oportunidad de verlo en el hospital una
última vez y la rechacé, la oportunidad de platicar con él, de contarle mis
experiencias de adolescente, de hacerle ver el camino que iba tomando.
Pasado el tiempo
en ese mismo año, para vísperas de su cumpleaños, me encontraba deseando
desesperadamente haber tenido esa oportunidad para despedirme. Me maldecía a mí
mismo por haber dejado pasar la visita a pesar de que yo no sabía que sería la
última.
La noche de su
cumpleaños fui a dormir con un sentimiento de pesar tan grande que puedo
sentirlo aún, cuando me encuentro pensando en él.
Esa noche tuve
un sueño…y lo recuerdo perfectamente.
Mi abuelo pasaba
por mí a casa y le abría el portón, era de noche. Ahí estaba él, tan sonriente
como siempre afuera de su Sentra gris. Recorríamos la ciudad como antes,
parábamos por un helado en la Heladería Colón y yo pedía el de limón que
siempre me gustaba, me traía recuerdos de ese jardín en esa casa.
Mirábamos las
estrellas y recuerdo que lo que sentí fue tan real y hermoso: volvían a mí los
dinosaurios, los renacuajos, los árboles de todo tipo, la música clásica, la
roca en forma de pez, la seguridad y el amor que sentía por mí.
Al final de la
velada me regresó a casa, se bajó del auto y me dijo algo. Palabras que hasta
hoy atesoro y que causaron un impacto más profundo en mí que cualquier otra
experiencia que haya vivido hasta el día de hoy. Desperté y me puse a llorar.
“Siempre que me
necesites, aquí estaré”
Las últimas
palabras que mi abuelo reservó para mí.