El Presidente
Intentó mirar de nuevo por la ventana de su habitación, pero la mera idea de contemplar una techumbre eternamente gris, con manchas de moho creciéndole en las esquinas, en los rincones y debajo de los tinacos, le pareció ruin y deprimente. Enterró su rostro en la almohada como para deshacerse de estas ideas, apretándola con fuerza en los extremos.
Al poco, se volvió a ver el techo. Las telarañas comenzaban a desgarrarse de las uniones con la pared. Daban la impresión de estar deshabitadas desde hacía mucho. Como él, las telarañas tenían la apariencia de algo que ya no era, o que ya no estaba.
Ahora vagaba. ¿Dónde estaría Laura? Laura, Laura, con su cabello largo, negro y lacio que caía graciosamente sobre sus hombros, sus largas pestañas curvadas hacia afuera, su piel firme y tersa, los labios menudos y discretos. ¿Cuántas veces había soñado con ella en sus tiempos de estudiante novato? y, ¿cuántas veces más pudo poseerla? Aquí y allá, en las fiestas de Bienvenida y en las de Despedida, Laura siempre se entregaba con una pasión y un desapego envidiables. Luego, cuando pasaba todo, acababa con un beso demasiado tierno, totalmente en disonancia con los jadeos desesperados de animal en agonía de hacía un rato; y los ojos llenos de locura, desaparecían en un par de borreguitos. Finalmente, él jugaba con sus cabellos y ella se acomodaba en su pecho, siempre con una oreja al aire, atenta a los sonidos indescifrables que provenían de más allá de la puerta. Cuando prestaba atención, se podía escuchar como lentamente los sístoles de ambos se iban reduciendo, como una marea en retroceso, y terminaban donde habían empezado. En calma.
Al principio, cuando la conoció en los pasillos de la Universidad, pensó que no había mujer más pura y bella que Laura. Bastaba con compararla con cualquier otra mujer para que las otras terminaran siendo un reducto de lo que eran. Comparaciones no ya imprecisas, sino impensables. Eso, creía, era la prueba más infalible de su amor por ella.
Pero después, con las fiestas, los triunfos y las salidas del Comité, la realidad fue destruyendo sus espejismos. Hasta el más onírico sueño sucumbe a la tiranía de lo tangible. Clavado en su viaje al pasado, donde prefiere estar, intenta recordar el día, la fecha o la época en que perdió ese amor por Laura. Tal vez fue después de la primera novatada cuando borrachos hasta más no poder, se fueron dando tumbos entre las banquetas, perdiéndose ambos el respeto. O quizá mucho antes, cuando empezaron a circular rumores de ella y el presidente en turno. Pero no, la verdad es que no recuerda nada, ¿y para qué?, ya no le interesa.
Cierra los ojos y deja rodar su brazo sobre el borde de la cama, del piso, un vaho de humedad le responde que algo en el ambiente ha cambiado. El oído recorre la habitación en busca de la ventana y el sonido de unas gotas de lluvia mediocres se filtra a través del vidrio, casi imperceptibles, sólo pueden hacerse notar porque son miles, millones. Son como borregos, piensa, y la comparación le dibuja una sonrisa contenida. Borregos, repite, y se deja arrastrar por esas suaves olas que insisten en decirle que está lloviendo, que es Sábado, y que no tiene absolutamente nada que hacer, a nadie a quien esperar, o nada porque vivir.
“Quédate, Laura, quédate”. “Lo siento Joaquinito, ya sabes como soy... perdiste mi amorcito, de veras te quise, pero ya no me puedes dar lo que necesito”. “Pero te quiero Laurita, te quiero”. “No, Joaquinito, de querer no vive la gente, y tú sabes que yo tengo gastos, de mi gente y míos, tengo una vida y un estatus”. “¡Al diablo con el estatus!”. “¡Al diablo tú!, porque te fuiste al diablo Joaquinito, no previste, ¡4 años como flamante presidente de los borreguitos y nada, puras fiestas!... ¡pendejo!, ya ves el Damián le puso coche a la novia... ¡y tú de fiestecitas cualquierillas no me bajabas!, yo que pensaba ahora si se me hizo, ya me toca... ¡puras promesas Joaquín, purititas promesas!, ¡entiende, yo no soy tu borrega!”. “Pero Laura...”, ella se dio la vuelta y se fue. Experta en amores fugaces, de conveniencia, tenía las agallas para deshacerse de cualquier hombre que considerara, ya no servía para nada, y este pobre, que ya estaba en plena caída, era mucho menos de lo que sus manos podían obtener.
Aquella fue la última vez que la vio. Él se graduó en Marzo después de pagarle una fuerte cantidad a un funcionario y recibió su flamante título. Hubo una foto, ¡La Divina Sociedad!, gritaron todos cuando los retrataron por última vez. Los otros, los borreguitos, miraban de lejos. ¡Pobrecillos!, ¡sin influencias!, pensó con profundo desprecio cuando veía al resto de sus compañeros.
Con lo que le quedó de sus funciones como Presidente, pudo pagarse la mitad de una maestría en Administración y quiso hacer carrera en la política. “La política real no es como la de la escuela Joaquín”, le dijeron en su casa, pero no entendió. Intentó un par de diputaciones locales y cargos menores, después de un par de años terminó resignándose. Sus habilidades deficientes para el mundo real lo deprimieron, el partido le hizo a un lado, y terminó relegado a ser un engrane más dentro de la gran maquinaria burocrática del país. Destinado a pasar sus días gangrenándose en una silla de cuero sintético, rellena de una espuma amarilla y dura que tendía a salirse cada vez que podía, no hacía otra cosa sino pensar en mujeres para consolarse. Y así, poco a poco, veía en las secretarias los ojos de Marissa, las caderas de Jimena, el cuerpo voluptuoso de aquella señora cuarentona que le dijo que era cubana en un bar de la 5 de Mayo. Pero nunca a Laura, Laura permanecía encerrada en algún espacio de su memoria, inasible. Después de haberse vaciado de ella, le parecía por lo menos curioso descubrir que el luto de su partida le había durado menos que una semana, y que el alcohol no había estado presente. ¿Cómo se puede olvidar a alguien a quién se ha querido y deseado tanto?
Después de un tiempo comenzó a frecuentar los bares. Primero se engañaba diciendo que intentaba localizar los mejores cócteles de la zona, pero al final, era bastante obvio que había desarrollado un gusto peligroso por ahogarse en el primer tugurio que encontrara abierto, en el punto más alejado de su oficina. Habían pasado siete años de su flamante Presidencia y en la colonia uno que otro lo seguían llamando “el presi”, casi como un insulto. Así pasaba el viernes y el sábado, bebiendo, hasta gastarse casi todo el dinero de la semana. En especial, disfrutaba quemar los sobornos en líquidos importados, mientras se sentaba a platicar con extraños sobre sus robos y de cómo había amañado a la usanza de los grandes, los procesos electorales. Sonreía feliz cuando las golfas se le acercaban y le besaban las mejillas rechonchas y sudorosas, y susurraban “mi presi, ándele presi, invítenos una”. La colonia y el bar, le parecían dos mundos distintos, pero se engañaba; no era ni el lugar, ni la cerveza, ni la vulgar compañía, sino el recuerdo lo que lo ponía feliz. A veces, en la madrugada, cuando abandonaba furtivamente a la mujer de turno en algún motel de la periferia, se deslizaba hasta la facultad y la contemplaba pensativo hasta que el sol comenzaba a amenazar en el horizonte.
A estas alturas, los amigos, ¡La Divina Sociedad!, ya era sólo un fantasma que habita en el rabillo del ojo. En la foto que observaba en la casa de su madre siempre contaba a 20, de los cuáles, sólo había visto ocasionalmente a 5, y conversado con 2. Del resto sabía lo mismo que sobre las colillas moribundas que se tiran a la coladera. Nada. ¿Qué habría sido de Samuel, el Gallo o Damián?, ¿Habrían seguido conquistando a las de nuevo ingreso?, ¿Habrían puesto aquel bar, que sonaba tan revolucionario? Su madre preguntaba por sus amigos, los de esa época, y él no sabía que decir. Antes, en las fiestas continuas, estaban siempre a su lado.
Pero hoy, la lluvia seguía. Ya llevaba una hora y no tenía intenciones de detenerse. Cuando llovía así, más que ideas suicidas, le atacaban unas ganas terribles de tener a alguien a quien decirle te extraño, está lloviendo, veamos algo en el DVD. Pero no tenía a nadie. Todo lo que tenía era una barriga que crecía día con día, un catre frío, el frigobar, la tele, el DVD, una estufa y un par de trastes que servían para hervir agua en las mañanas o para cocinar alguna cena apenas comestible. Y recuerdos, recuerdos que se le iban alejando, emborronando. ¡Recuerdos que nunca fueron!, porque el recordar es inventarse lo que pasó, se decía. Y así era. Las historias que contaba ya variaban, a veces estudiaba derecho y otras veces ingeniería, a veces conocía a María y otras veces a Cecilia, pero en el fondo sabía que ni Cecilia ni Jimena, era ese otro nombre que decía, era impronunciable.
Cansado de bañarse en los vapores de tristeza que se elevaban de aquella felicidad lejana y sombría, decidió levantarse. Un mareo lo detuvo en el borde de la cama y unas sombras moradas le nublaron la vista, el estómago contribuyó con un sabor agrio que se detuvo en su garganta. Tal vez sería buena idea salir a caminar a esta hora en que a nadie le importa a quién se encuentre en la calle, y alejarse del pasado o del presente. Se calzó unos zapatos que usaba para los días de asueto, sin calcetines, una sudadera remendada y salió a la calle. La lluvia le golpeó el rostro, estaba tibia. No podía haber peor cosa, que decidir salir a caminar para disfrutar el poco aire que puede correr a ésta hora y descubrir que la lluvia ha decidido ser tibia e infundir un sopor molesto, producto del bochorno. Quiso volver, pero pensó que su vida estaba llena de indecisiones, o de decisiones a medias y se echó a andar. Caminó tres cuadras con las manos hundidas en los bolsillos de la sudadera y los ojos vigilando el andar de sus pies. Había comenzado a pensar que tal vez podría tomar un camión para ir a meterse en un nuevo burdel que habían abierto en una colonia cercana, cuando se detuvo en seco. Ahí, a aproximadamente una cuadra, una mujer con abrigo de cuero y un sombrerito calado de lado, caminaba en su dirección. Tenía una cabellera un poco desteñida, pero claramente caía de forma graciosa sobre sus hombros, era lacio. Joaquín tembló un poco, dudó entre si avanzar o retroceder. Pero sus pies seguían sucediéndose uno frente al otro.
Recordó los muchos otros encuentros fortuitos sobre los que alguna vez había leído o escuchado, y una imagen de trenes encontrándose en la mitad de la nada le vino a la mente. La muchacha parecía no haberse dado cuenta de que Joaquín se encontraba a escasos 5 metros de ella, un movimiento rápido de su cabeza la delató.
— ¡Joaquín!— gritó alzando las manos, demostrando la nueva consistencia blanda y cansada que habían adquirido sus brazos. Joaquín intentó parecer sorprendido.
— ¡Laura!, ¿cómo estás?, ¡tanto tiempo!—. Las frases de rigor, pensó. Después de todo, años de práctica en encuentros innecesarios lo habían dotado de una colección de palabras que debían concatenarse en un orden específico para parecer naturales.
— Justo iba a tu depa, ¿sigues viviendo ahí?
— Ahí mismo
— ¿A dónde vas?, ¿tendrás tiempo para mí?
La idea de la cerveza fría, unas piernas firmes y una música estridente desaparecieron, había que conversar y evitar a toda costa ese otro pasado.
— Iba por leche... Pero vamos, puedo ir más tarde, el OXXO nunca lo cierran—. Ella sonrió con satisfacción, unos lentes oscuros y gratuitos cubrían su rostro, dejando entrever algunas arrugas.
Echaron a andar conversando la clase de cosas que la gente que se encuentra después de años, tiene que decirse. A Joaquín todo esto le parecía una broma de mal gusto, pero igual no tenía nada mejor que hacer. Calculaba que si todo iba bien, por lo menos se iría metiendo al pasado que le gustaba recordar. La lluvia había comenzado a ponerse de un humor tal, que todo mundo la ignoraba, prácticamente inexistente se empeñaba en golpear los lugares más impensados, como para recordar que podía desatar un temporal, si lo quisiera.
Al abrir la puerta, la humedad fue la primera que salió a recibirlos.
—Vaya Joaquín, te hace falta una mujer— comentó la invitada, dejando caer una mano huesuda sobre el hombro de su anfitrión.
Él le devolvió una mirada aburrida, aderezada con una sonrisa falsa. Laura entendió el mensaje y calló. Se sentaron en la cama, porque no había sillas, y Joaquín se disculpó. Laura planchaba la sábana con su mano izquierda y miraba al piso.
Bueno, dime, ¿para que soy bueno?—.
— Para muchas cosas Joaquín, pero hoy... tengo que decirte... —.
— ¿Decirme qué?— dijo, con un tono ligeramente molesto, porque en el fondo, a pesar de saber el estado de desolación en que se encontraba, deseaba que todo permaneciera intacto. Se había acostumbrado a una vida insípida y la idea de que Laura le dijera algo que ya no esperaba le molestaba. —...ando mal... y... ya no soy la de antes... pensaba que por nuestra amistad... podrías ayudarme... — . comenzó a sollozar, soltando grandes y largos suspiros que le impedían hablar. Joaquín la contemplaba, esa mujer que suplicaba por ayuda, con un hombre a quien ya no le importaba, a quien ella olvidó, debía estar sumamente desesperada. La abrazó y trató de calmarla. No quedaba de otra, eso era lo que se tenía que hacer en situaciones como ésta, repetir: ya, ya, tranquila, todo va a estar bien; hasta que uno se aburriera o el otro se convenciera de que ya había dado la lástima suficiente.
Estuvieron un largo rato abrazados en el borde de la cama, en silencio, hasta que descubrieron ese sonido tan característico de dos corazones acelerando lentamente. Se miraron, y él comprendió que ella lo buscaba. Ella, no comprendió nada, sólo era el recuerdo de su cuerpo el que actuaba por compromiso.
Él despertó primero cuando aún no había salido el sol y se sintió como antes, quiso abandonar aquel otro cuerpo tibio que yacía a su lado, pero la modorra se lo impidió, esperó que ella despertara para levantarse. Ambos se miraron y mecánicamente se vistieron, se arreglaron y sin despedirse, salieron. En la puerta del edificio dividieron sus caminos, él a la casa de su madre y ella al olvido. Al dar la vuelta para esperar el camión, Joaquín sintió algo extraño y se quedó pensando en eso todo el día. Imaginó que algo cambiaba.
El lunes amaneció con gripa. Excepto por eso, nada había cambiado, ni cambiaría. Laura no volvería, ni la Divina Sociedad, y algún otro ocuparía su puesto de Presidente imaginando las posibilidades infinitas de su futura vida. Su innecesaria vida.